Autor: Adrian Bravo (Ilustración: Jonna Vainionpää)

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cinefilia y relatos

domingo, 30 de septiembre de 2007


Existen pueblos en los que no se retiran las luces de Navidad en todo el año. Permanecen frías durante 10 meses, acumulan polvo que oculta su verdadera identidad, y de repente, entrado ya noviembre, cobran vida, sobresaltando el aire que las envuelve. También existen fosas abisales que ocultan especies fantasmagóricas, grotescas, seres mitológicos esculpidos por la evolución, invisibles para los humanos hasta que, también de repente, cobran vida cuando el primer ojo posa su vista sobre ellas.
Como los meses durante los cuales las bombillas permanecen apagadas, como los miles de metros que separan los seres ultramarinos de la corteza terrestre, yo también tenía 10 años cuando se encendió en mí la más oculta de las rarezas, cuando se activó el mágico mecanismo de lo irracional. Ni antes, ni después, 10 años hicieron falta para que mi mente comenzara a construir sus propios monstruos marinos, para empezar a conocer la parte más absurda y humana de mí mismo.
Con 10 años ver la tele con tus padres en Navidad después de comer arroz a la cubana se asemeja mucho al paraíso terrenal. Ahí estaba yo, bien rechoncho, con los deberes hechos y mis zapatillas con velcro recién estrenadas, recostado sobre los cojines color carmín que aún conservo. Para rematar la postal, mi cara dibujaba media sonrisa, inmutable y perenne por aquel entonces. Sí señor, era una noche apacible, una noche más de calma chicha, de mar en calma. No sabía entonces que ese día era el elegido para ataviarse con el traje de buzo y realizar una inmersión a toda velocidad a la búsqueda de especies desconocidas, especies de cien cabezas y cien tentáculos.
Como de costumbre, después de cenar me dejaban escoger el canal en la tele. La verdad es que esa noche me daba un poco igual que ver, sólo estaba preocupado por estar allí, presente, mecido por la inocencia y el sopor en el que me introdujo la cena, ese era mi canal y menú aquella noche, pero no, era el encargado oficial de pulsar un botón en el mando.
-Mira mamá, creo que esta peli ha empezado hace poco. ¿La vemos?-le sugerí.
-Vale, espera que mire en la guía a ver de qué va.-contestó ella.
Mi madre busco la guía por el comedor, entre los cojines del sofá y en el aparador, pero no logró encontrarla, así que nos pusimos todos a ver imágenes en movimiento, arropados por la oscuridad salpicada de lucecitas, como tantas otras noches. Yo no tardé en notar el peso de mis párpados, la peli no me interesaba. El hiptonizador que se presentaba impune en las casas de los niños que por aquel entonces imaginaba había comenzado a actuar en mí. Era un gran profesional, en 5 minutos consiguió dormirme. Así permanecí durante la mayor parte de la película, soñando con niñas en los lavabos del patio del colegio, con luces de Navidad que se apagan y se encienden, con el frío, con el arroz a la cubana. Fue una lástima que el hipnotizador se despistara aquella noche y permitiera que despertara en el peor de los momentos. Un gran estruendo proveniente de la televisión hizo que abriera los ojos sobresaltado. Miré a mis padres pero ellos continuaban durmiendo, casi narcotizados. En mí operaba aún la lógica de los sueños, y me entregué sumiso, totalmente sólo, a la escena que acabó de abrir mis párpados legañosos, que acabó de abrir las puertas a un nuevo personaje imaginado, imaginario: se presentó ante mí un ser despreciable que se encargaba de traspasar lo que sucedía en la pantalla, fuera malo o bueno, a los incautos niños de 10 años que se atreviesen a mirar sin permiso de sus padres. Y en aquel momento y por aquella pantalla, una lámpara de cristal se hacía añicos contra el suelo porque un chico había perdido el conocimiento y había impactado contra ella, cortándose la cara contra las aristas punzantes. Ese chico también estaba sólo, como yo. Poco a poco, me metí en su piel, poco a poco comencé a notar lo que sentía él, y no me gustó. El chico empezaba a palidecer, su rostro se desfiguraba mientras emitía sonidos guturales. Una fuente de
espuma viscosa empezó a brotar de su boca. A mí aquello me pareció la muerte en persona, y la muerte hizo bailar al chico, bailar la danza de los que se preparan para bajar al infierno. El chico de la tele no paraba de realizar movimientos espasmódicos, un titiritero malvado estaba jugando con sus brazos, con sus piernas, con su torso. Lo peor de todo aquello es que parecía no tener fin, no había descanso posible, ese era su destino. Quizás, para aliviar al chico, quise absorber parte de su pena, y el ser que traspasa lo que sucede en la pantalla me ayudó a conseguirlo. Aquella fue la primera vez que no me sentí dueño de mí mismo. Noté, sin lugar a dudas, que el ser estaba jugando conmigo, riéndose de mí. Con mis ojos casi fuera de sus órbitas, noté cómo mi cuerpo perdía calor, como una estaca me atravesaba y no me dejaba reaccionar, no permitía que apartase la vista de la inerte cara del chico inconsciente. La estaca empezó a vibrar y con ella todo mi cuerpo. Se había producido el traspaso. La escena del chico desapareció de la pantalla pero ahora yo no podía dejar de temblar. El pánico se apoderó de mí sin presentarse formalmente. El choque fue brutal. Ahora lo sabía , sabía que no imaginaba nada, que había seres que podían hacerme esto y mucho más. No podía hablar, sólo sentir que faltaba poco tiempo para que cayera al suelo a vomitar espumas, para que bailase con la muerte.
Justo cuando me iba a desplomar, cuando ya no podía más, despertó mi padre. Me miró extrañado primero, y luego saltó de un brinco del sofá despertando así a mi madre. Me cogió la mano temblorosa sin saber qué estaba ocurriendo, y lo cierto es que yo no sabía qué contarles. Mucho más tarde les dije que había estado viendo una película de miedo en la tele y que estaba asustado. Estuve una semana casi en shock, prácticamente sin articular una palabra. Aquel descubrimiento era demasiado para mí, no sabía que el cuerpo humano podía reaccionar de manera tan violenta y descontrolada, sin posible salida o salvación. Tuve que realizar el aprendizaje en una semana, tuve que hacerme fuerte y empezar a conocerme a mí mismo y ya de paso, al mundo.
A los 7 días mis padres me llevaron a la playa. Hacía bastante frío, pero me encantaba estar allí bien abrigado, escuchando el rumor intermitente de las olas para sentarme en la vieja barca apostada al lado del chiringuito, que por aquel entonces era un pequeño cubo de madera esperando tiempos mejores. Tengo la sensación de que en esa playa comencé a hacerme mayor. Miré al horizonte, casi como un viejo tranquilo, y entendí que a veces la tierra sufre temblores cuando escupe fuego, y no hay nada que hacer, que los chicos a veces se ponen enfermos y mueren, y no hay nada que hacer. Entendí muchas cosas, en aquella playa. Casi lo entendí todo, arropado por mis padres, jugando con la arena entre mis dedos, haciendo pequeños montoncitos para luego aplastarlos con los pies, sonriendo otra vez cuando mi madre, juguetona, me tiraba de la papada.
A lo lejos había un pequeño barco de vela. El mástil estaba decorado con luces de Navidad de todos los colores, y se reflejaban en la superficie del mar, vistiéndolo de gala. Quién sabe, quizás el marinero las había dejado encendidas todo el año para que los monstruos marinos supieran dónde se encontraba. Enseguida me di cuenta de que eso era una tontería. Los monstruos siempre saben dónde estás, no hace falta que enciendas las luces. Esperamos a perder el barco de vista y volvimos a casa, con un poquito de arena en mis bolsillos. Hoy tengo la sensación de que nunca fui tan sabio como aquella noche.
Guardo esa arena en mi caja fuerte, porque se que esos diminutos granos que me vieron de niño, están esperando su oportunidad para salvarme otra vez.

1 réplicas:

Valladolid dijo...

Hola, Adrián. soy Belén. He leido tu relato. La redacción me parece estupenda, la verdad, pero en cuento al tema lo he encontrado un poco lioso; al final no sé si el chaval de 10 años estaba soñandoo viendo una película para mayores que le estremeció hasta tal punto. Tampoco he entendido qué le hizo sentirse tan sabio.
Vamos que te pasa a ti lo mismo que a mi que escribo una cosa y cada uno entiende lo que quiere. Besos

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