Autor: Adrian Bravo (Ilustración: Jonna Vainionpää)

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cinefilia y relatos

1 réplicas jueves, 28 de febrero de 2008


Ya estoy medio calvo y tengo más lagunas en mi memoria de las deseables, pero cuando dieron por desaparecido a Kurt Cobain un tres de abril de 1994, tenía dieciséis años y el pelo muy largo. Solía recogérmelo en una coleta, salvo antes de ducharme, cuando la cerradura del lavabo me dejaba a solas conmigo mismo. Entonces lo sacudía libre en el aire, frente al espejo enturbiado, describiendo círculos al compás del “Smells like teen spirit” mientras me dejaba la garganta en carne viva desgarrando la voz. Muy grunge.
Cinco días más tarde se encontraron a Kurt en su casa de Seattle, como una muñeca de trapo olvidada, recostado sobre una puerta y con un reguero de sangre seca brotando de su oído izquierdo.
No se por qué me duchaba antes de ir a entrenar. Supongo que no tenía nada mejor que hacer: recluirme allí, sintiendo como todo retumbaba y se empañaba mientras los Nirvana desgranaban su repertorio en el radiocasete. El karaoke de ducha era todos los lunes, miércoles y viernes, a eso de las seis de la tarde. El entreno comenzaba a las seis y cuarenta con un calentamiento de tonificación muscular, unas vueltas a la cancha de baloncesto y unas tandillas de tiros libres. No destacaba en ataque, pero al menos en defensa mis setenta y cinco kilos hacían un bulto honroso. Siempre estaba cerca el sábado en el que demostraría poder anotar más de quince puntos en un partido.
El ocho de abril escuché demasiadas canciones antes de reunirme con el equipo. Ni siquiera había acabado de bajar las escaleras del polideportivo hacia la pista, aún goteándome la melena, y el entrenador ya estaba vociferando. Odiaba que pusiera esa cara de perro. Se gustaba a sí mismo cuando nos pedía que aguantásemos la perorata en silencio y nos acercáramos mucho a él, casi nariz con nariz, como en esas películas en las que el teniente coronel de turno se pavonea delante del pelotón en prácticas, mentando a las madres de los cadetes y poniendo en duda su virilidad.
Mal me pesase, ése era el ritual. Eran un martirio los salivazos que a modo de bofetada impactaban en mi cara, pero ese día no me parecieron tan asquerosos, porque mis compañeros, en vez de dar vueltas a la pista como de costumbre, estaban reuniéndose con parsimonia en el círculo central. Había “partidillo”.
Concretar lo que aquello suponía a mi edad se me antoja ahora difícil, pero lo cierto es que me burbujeaba la sangre si eso pasaba. El placer que sentía era obsceno, se envalentonaban las fibras de mis músculos cuando formábamos dos grupos y nos dejaban elegir los equipos. Siempre lo mismo: grunges y heavies contra pijos, o sea, Nirvana contra Bryan Adams.
Marcos, además de ser mi mejor amigo, era el base del equipo y me mimaba dándome pases de más aunque supiera que muchos se me iban a escapar. Me he imaginado, y no pocas veces, retirando al fin la capa invisible de mantequilla que cubría mis manos y hacía escurrirse la pelota, pero aquella tarde no hizo falta porque estaba inspirado. A los diez minutos de partido ya llevaba ocho puntos. Era mi récord, y el dato no se le escapó al entrenador, porque me miraba desde el banquillo como pidiéndome más burbujas en la sangre, más rabia imberbe.
Faltando dos minutos para acabar el partido, con un marcador ajustado y unos milagrosos trece puntos en mi cuenta personal, se cayó la cinta que me sujetaba el pelo. Quise localizarla, y me puse a ello por unos segundos, pero no me otorgó más tiempo la defensa en zona de la que yo formaba parte indivisible. Me centré en poner atención a cada codazo que allí se repartía, a cada seña y movimiento de mis compañeros y a los chirridos reverberados de las zapatillas en el parquet.
Éramos equipo, una cinta perdida no nos podía hacer perder, así que cuando Manuel, el alero zurdo de los pijos, intentó penetrar por mi zona ya en el último minuto, flexioné las rodillas, abrí los brazos de par en par y saturé de tensión el torso para hacer frente a su zigzagueo. Manuel se movía como un conejo, pero previsiblemente. Cuando quiso cambiarse la pelota de mano como siempre hacía, pegué un manotazo que impactó contra el balón y salió despedido hacia atrás.
Si algo recuerdo de mi adolescencia tan nítidamente como una fotografía en alta resolución, hasta el punto de poder rememorar el ritmo al que latía mi corazón, si fui capaz de congelar los fotogramas de algún pasaje de mi existencia y algo he retenido hasta hoy como el último resquicio de la inocencia de aquellos días, apostaría por el momento en el que corrí hacia esa pelota todavía sin dueño y encaré la cancha contraria, sin oposición alguna, en busca del punto número quince. No era sábado, ni un partido oficial, pero aquella era la oportunidad codiciada desde el principio de liga. No creo haber corrido nunca tan rápido, ni siquiera cuando unos años más tarde tuve que huir espantado del bar frecuentado por entonces al besar a quien no debía. En diez zancadas ya estaba dejando la pelota en bandeja, sin picar tablero, con una seguridad inédita, y entró limpiamente acariciando las cuerdas entrelazadas de la cesta.
El marcador del tiempo aseguraba que el partido había acabado. En mi cabeza sonaban todos los acordes violentos y los prontos rebeldes salpicados de espinillas de nuestra generación, visionaba de golpe las películas en las que el más guapo del instituto conseguía la canasta final, en el último segundo.
Nadie me había seguido. Al otro lado de la pista todos se dirigían ya hacia el vestuario, unos con la cabeza gacha y los otros aplaudiendo y pavoneándose. Aunque el mareo que me provocó la brusca carrera me los mostraba en medio de una espesa neblina, aún guardo en mi interior las expresiones de cada uno de ellos.
Supongo que nada sería lo mismo si, tras el partido y la victoria, no hubiera llegado a casa para encender la tele y comprobar que Kurt Cobain había muerto. Yo lo sabía, era adicto a casi todo y se resistía a desintoxicarse, pero también era un genio: así me engañaba, pensando que tarde o temprano, por su bien y por el mío, lo superaría.
Nada sería lo mismo, porque no hubiera desaparecido de un plumazo aquel espíritu violento y vital que me arrebató tras el partido. Quería comerme el mundo, pero fue el mundo el que me engulló a dentelladas, frías y agrias.
No volvieron a sonar los Nirvana en aquel radiocasete, ni en ese ni en ningún otro, pero aunque sea a regañadientes, a veces no me queda más remedio que prestar oídos a las cadencias arrastradas, melancólicas y salvajes de aquel grupo de músicos mugrientos. Y aunque aquella historia acabó mal y fue el detonante de mi decisión de raparme al cero, en mi memoria guardo, como fundidos en uno sólo, los recuerdos de mi carrera hacia la canasta y el cadáver exquisito que tanto veneré. Supongo que esa extraña unión me ayuda a odiar menos que Kurt, aquel 8 de Abril de 1994, decidiese dejarme completamente solo.

(fuente de la ilustración: www.jeffmartindesign.com)

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Acaba de entrar mi primera clienta y le voy a contar mi historia para convencerle de que venir a pedirme consejo no es tirar el dinero.

Soy una mujer fuerte, bien lo sabían mis compañeros de escuela. En toda mi vida sólo me he desmayado dos veces y desde luego las travesuras de los chiquillos nunca me hicieron desfallecer. Y no digo con esto que fuera fácil manejarse entre tantas mentes maquinando zancadillas y nuevas trastadas.

La Marimacho, El Alien, Señorita Chalada, incluso La Maestra Siniestra. Son los motes atesorados en mis clases durante los veinticinco años que ejercí como docente en el colegio Sagrado Corazón. No fui la única profesora atropellada por la jauría de pequeñas bestias peloncillas que abarrotaban las aulas cada día. Hablando con Ignacio, el profesor de Matemáticas, una podía sentirse aliviada por no haber desarrollado también un cuadro de ansiedad. Tampoco seguí la estela de Purificación, la de Educación Física, siempre al borde de coger la baja laboral por estrés post-traumático. Pobre mujer, a las niñas les dio por bajarle los pantalones del chándal y burlarse de sus bragas. Era la señorita Braguetón, y le canturreaban “baila Bragueta, baila Bragueta…”, al compás de una coreografía en la que movían las caderas y le enseñaban las tiras, finísimas, de sus tangas.

Todo esto a mí me venía pequeño, y me sabe mal decirlo. Digamos que las chiquilladas de los minibelcebús me afectaron como picaduras de mosquito, cuando para mis colegas eran la angustia de verse preso del ataque de cientos de abejas encolerizadas o una colonia de orangutanes. Siempre supe que algunos me miraron con envidia y otros con caras lisonjeras, se preguntaron cómo demonios pude soportar la presión, los papelitos con babas, propulsados a soplidos y teledirigidos a mi cogote, las continuas faltas de respeto…

Pero no siempre di clases. De hecho, a los niños los veía o por la televisión o en casa de mi hermana, manantial inagotable de retoños. Recuerdo bien mis años en el aeropuerto de Albacete, en una de esas garitas al lado de los arcos detectores de metales, contemplando las vidas de la gente a través de una pantalla que radiografiaba las interioridades de sus maletas. Desde luego el de Albacete no era un aeropuerto internacional, más bien se nos veía como un apéndice molesto de la base militar adyacente, y siempre circulaban rumores sobre la inminente cancelación de los vuelos comerciales. Mientras ese momento llegaba, los cuatro gatos que allí trabajábamos lo hacíamos más bien poco y mal. Había recortes presupuestarios mes sí, mes también, y no nos quedaba más remedio que apechugar con el trabajo que al jefe de seguridad aeroportuaria se le antojase encasquetarnos.

Rebeca, la más fina del aeródromo, se encargaba de la seguridad en el arco detector. Cuando nos anunció a bombo y platillo que estaba en estado de buena esperanza -así, con esas palabras nos lo hizo saber- trajo una botella de cava y pastitas de hojaldre con forma de corazón. En esta ocasión el bebé no vino con un pan bajo el brazo sino con trabajo extra para mí: me pusieron al frente del detector. Esa decisión me fastidiaba, sobretodo porque ya no podría estar sentada, sacando a la luz los secretos íntimos de los viajeros. Ahora tocaba cachear, cachear concienzudamente si el arco pitaba, tocaba desconfiar de los turistas y hombres de negocios que traspasasen el control.

Al segundo día de mi nueva ocupación apareció por allí un tipo, a decir verdad, muy bien plantado, diría que norteamericano, con tejanos ajustados y botas vaqueras. ¡Qué diantres haría ese hombre en Albacete! Supuse que esta vez no iba a sonar el “beep” acusador, pero me equivoqué. Pareció incluso que lo hizo con más fuerza. Ni siquiera tuve tiempo de reaccionar cuando sacó la pistola que tenía sujeta al cinturón y se puso a descerrajar tiros a diestro y siniestro, impactando las balas en el techo del aeropuerto. Me vino a la cabeza el golpe de estado de Tejero, pero por suerte no fue ese el guardia civil que se presentó en un abrir y cerrar de ojos para inmovilizar al cowboy loco. Gruñía desde el suelo que le dejaran marchar porque había emprendido una cruzada sagrada contra toda máquina que emitiese ondas. Se ve que éstas eran perjudiciales para las embarazadas y su mujer había tenido problemas de gestación debido a sus continuos viajes e irremediables pasos por el arco.

De ese día sólo recuerdo esos momentos, porque tras el tiroteo me desplomé. El mal trago duró poco, pero el resto de jornada la pasé completamente en blanco. Quizás el “beep” no sonara más, pero no podría jurarlo. A lo mejor dejé pasar a cientos de terroristas armados hasta los dientes, incluso pude haber pasado por alto todo un cargamento de acero inoxidable sin inmutarme.
Esa noche me asaltó una pesadilla en la que un niño con un sombrero de charol gigante pasaba por el detector de metales y se convertía en una brillante bola de pinball. Esto lo recuerdo bien. Horrible.

Al día siguiente y a mi pesar, todos me percibieron un poco más blanca que de costumbre. De mi boca surgían el “Buenos días señor Emilio” y el “Hola chicas, ¿un café?” de todas las mañanas, pero en una escala tonal más grave. Tenía tembleque en las piernas y sudor en las plantas de los pies, pero eran las ocho y tocaba ponerse en marcha.

A eso de las dos del mediodía, justo antes del cambio de turno, una chica muy rubia, muy espigada y muy joven, se puso a la cola a la espera de pasar por el detector. Llevaba un abrigo negro de plumones bastante grueso, pero no lo suficiente para ocultar la rotunda curva de su barriga. Se apilaron entonces los recuerdos del niño-bola de mi sueño, los silbidos de las balas saliendo del cañón de la pistola, los chasquidos sordos de los casquillos impactando contra el suelo, el olor a pólvora del día anterior. Me asaltó también la imagen de aquella chica dando a luz a un niño sietemesino en un avión destino a Palma de Mallorca. Sobreviviría milagrosamente y se acabaría convirtiendo en presidente de Comisiones Obreras. Era un pensamiento tan absurdo que solté una carcajada que retumbó por toda la sala. Los guardias civiles me miraron con cara de pocos amigos. No le di importancia hasta que la chica espigada, esa chica tan joven, paso por debajo del arco y puede ver claramente la cara de aquel niño, preso aún en el barrigón de su mamá. Y lo vi con todo detalle, desde su nacimiento hasta su defunción, con ochenta y ocho años. Lo vi también a los quince años con un grano en la barbilla que le impediría ir a la fiesta de fin de curso. Vi sus años de estudios en la facultad de Economía y a su primera novia formal, vi sus apariciones en la televisión liderando manifestaciones.

Si ese día ya estaba blanca, lo que experimenté debió dejarme lívida de ultratumba, porque el jefe se acercó y me invitó a que dejara el puesto y me marchase a casa.

Continué en el aeropuerto cinco años más, oposité luego para profesora de primaria alejándome así para siempre del olor a queroseno y los dichosos “beeps”. Me admitieron enseguida en el colegio de monjas y me casé con Antonio, el portero. Antes de separarnos tuve tres hijos y cuatro sobrinos a los que pellizco en los mofletes. Les compro galletas de chocolate cuando me vienen a visitar.

Si no me puedo quejar. Todo ha ido bien. Me operaron de apendicitis y me rompí un fémur hace dos años pero me recuperé estupendamente. Podría incluso decir que he sido razonablemente feliz, a pesar de los achaques de ciática y los dos amagos de infarto. Sin embargo ayer, tras ver el telediario de las nueve decidí abandonar mi trabajo de profesora e iniciar una nueva etapa.

Me gusta mucho el telediario, y lo sigo desde que recuerdo tener uso de razón. A veces me concentro enormemente y retengo datos sobre la subida del precio del pan o la caída del mercado bursátil. Otras subo el volumen, y desde la cocina escucho la sección de deportes preparando la cena. Ayer era día de concentración, delante del televisor y de una tortilla de patatas. La sección de política abrió con la noticia del cese de funciones del presidente de Comisiones Obreras por malversación de fondos. La nueva autoridad sería Ramiro Ozores, un joven militante socialista que casi nadie conocía. Y yo, aunque tenga buena retentiva, tampoco lo había visto antes, pero aquella cara y su expresión me eran vagamente familiares.

Por segunda vez en mi vida me desmayé. De camino hacia el suelo entendí que Ramiro Ozores ya había pasado la época del acné e incluso los estudios superiores. Ramiro, ese joven tan prometedor, seguiría al frente de Comisiones Obreras veinte años más, y se retiraría para ponerse al frente de una ONG. El señor Ozores moriría a los ochenta y ocho años y sus fotos aparecerían en todas las enciclopedias del mundo.
Acabo de llamar a mis hijos para comunicarles que he dejado de ser profesora. Me han puesto de vuelta y media, dicen que me lo invento todo y me han concertado hora con el psicólogo de la seguridad social cuando les he dicho que había puesto un anuncio en el periódico anunciándome como “la vidente Amparo, especializada en el futuro de sus bebés futuros”. Creo que tiene gancho.

Mi primera clienta acaba de marcharse con una sonrisa de oreja a oreja. Su nene será arquitecto y comprará un chalet en primera línea de playa. Le ha hecho especial ilusión que nunca se le pasará por la cabeza meterla en una residencia de ancianos.
Vaya, no puedo decir lo mismo de mis hijos…

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No me queda tabaco.
-“Hasta ahora cariño, bajo un momento al Café del Mon, a ver si me venden un Lucky. Aunque hoy no se yo, con todo el follón del Carnaval.”

Bajo las escaleras de dos en dos. No me canso mucho porque son un par de tramos más bien cortos. A medio recorrido me doy cuenta de que un gato me sigue los pasos. Es el nuestro. Se deja coger a regañadientes, subo de nuevo las escaleras, esta vez de una en una. Con una mano abro la puerta, con la otra catapulto al minino hacia el recibidor de casa. Miaaau dice. Vuelvo a cerrar, bajo a brincos el despeñadero de escalones y encaro el primer ramal de ruta pisando serpentinas de colores.

Calle arriba y luego a la izquierda, y luego otra vez a la izquierda es la mejor opción para llegar antes al bar. Me cruzo con dos vampiros con sendos cubalitros sostenidos a modo de ostia sagrada. Uno de ellos le grita al otro en la oreja “Al Ricky que le den, que se hubiese espabilao”.

Cuando quiero girar me topo con dos Mossos d’Esquadra, pongámosles José y Antonio.
-¿No se puede pasar? Mire es que yo voy al bar de aquí al lado. Vivo aquí mismo.
Señalo mi casa, la de aquí mismo, la de al lado, pero José y Antonio se miran, escudriñándose el uno al otro las razones para no dejarme pasar. No encuentran ninguna buena y Antonio, con cara de “hoy te perdono”, perpetra un aparatoso aspaviento con la cabeza en dirección a la bendita calle que quiero transitar y me doy por invitado.

En ésta no me cruzo con nadie hasta el final, donde forman corro unos señores en la puerta de la trastienda del casal cultural. Está abierta de par en par y se escapa la luz de un par de focos que van proyectando colores básicos en las paredes: rojo, amarillo, verde, amarillo, verde, rojo, amarillo. Supongo que después viene el verde pero ya he dejado atrás al corrillo de sesentones apelotonados, con pelucas afro y caras embetunadas, comentando no se qué del nuevo Carrefour que han abierto en la calle Parellades.

Con un solo cigarro no me voy a apañar toda la noche. Si no está abierto tendré que buscar los caramelos de miel.

Antes de girar de nuevo a la izquierda, y por la insana costumbre de contar cuantos chicles están pegados al pavimento, casi me abalanzo contra una Mossa d’Esquadra, no sé, Carmen por ejemplo, que, al estar de espaldas y no verme, pues no puede preguntarme adonde voy, así que aprovecho la circunstancia para darme nuevamente por invitado y doblo la calle del casal para afrontar la última recta que me lleve hasta el tabaco.

En esta calle hay sobretodo colegialas con pecas y chupachups grandiosos. También llevan cubalitros, aunque no gritan nada sobre Ricky. Dudo que lo conozcan.

Ya estoy. Ha cambiado mucho desde ayer. No hay nadie dentro.
De la extensión del bar sólo está aprovechada una pequeña fracción, la de la entrada, que sirve de improvisada barra americana, donde dos argentinos de pelo largo y más bien sucios, sucios del pelo, atienden a un grupo de abejas mayas que quieren, en su mayoría, Ballantines con Cola. Hay muchas abejas. Me pongo detrás de la última obrera.

Un Mago Houdini y su amigo, imberbe y sin disfraz, vienen tambaleándose, chocando el uno contra el otro, traspasando la colonia de abejas, y éstas empiezan a picar con saña.

-Eh, eh, eh, ¿qué coño hacéis? Hay una cola ¿eh?

Houdini hace caso omiso y pregunta a los argentinos si tienen tabaco. Esa es la pregunta que estoy esperando formular, haciendo cola religiosamente, pero tienes que venir tú a hacer lo que te venga en gana. No quiero problemas, mejor me callo. Igualmente aún no se si tienen pitillos, porque los de la barra ni se han molestado en mirarle a la cara.

La cola avanza un poco más mientras aún reverberan en la calzada los “Argentinos, hijos de puta” y los “Aandaa a vuestro país” que, intermitentemente, casi al ritmo de las luces de la fiesta de cluecos, va soltando Houdini calle abajo. Rojo cólera, amarillo resquemor, verde me estoy poniendo, y otra vez rojo presupongo.

Siguen tambaleándose, quizás más que antes.

Delante de mí la última abeja maya. Qué bien. Meto la mano en el bolsillo, y saco dos monedas de euro, una de 50 céntimos y otra de 20.

Suficiente. Me toca.
-Hola, ¿tenéis tabaco?
-Sí, pero esta noche sólo Marlboro y a cuatro euros.

Espero la justificación para tal subida de precios pero sólo recibo una cara de aflicción que seguramente ya ha ensayado con anteriores clientes. Necesito contraatacar.

- Venga, tío, mira, vivo aquí al lado, me he quedado sin tabaco. A ver si me puedes hacer el favor y me paso mañana y te pago.

A la frase añado una cara de congoja y pesadumbre a juego con la suya. El argentino acepta los dos euros y setenta céntimos, da media vuelta, botín en mano, y corre raudo a por mi tabaco, pisándose los bajos de los pantalones. Lo veo en la lontananza del bar haciendo tratos con la expendedora. Esto va bien, así que bajo la cabeza a contar chicles pegados. Cuando la levanto ya está frente a mí, con un paquete de Lucky Strike.

-Lo siento, por 2,70 sólo te puedo dar Lucky. El Marlboro está más caro.
Otra vez la cara de sufrimiento adornando los pelos sucios.
-Está bien, está bien. Gracias.

Yendo hacia casa me encuentro a una colegiala descolgada del grupo y me ofrece un lametón de piruleta. No me apetece, la verdad.

La segunda parada es Carmen, me adelanto a su negativa de paso por aduana y me presento como el chico que vive al lado. Claro que puedo pasar, dice.

Ya no están los abuelos marchosos. Sólo el rojo, amarillo, verde, amarillo, verde, rojo, amarillo. Tenía razón, después venía el verde. 8 chicles pegados.

José y Antonio están siendo interrogados por tres chicas con minifaldas de lentejuelas, medias de rejilla, camisas blancas sin mangas y bombines negros. Mientras José se muestra de lo más cordial indicándoles el camino más recto hasta la discoteca Organic, José Aspavientos repasa los diseños de las niñas. Y luego, otro repaso, y luego otro. Me aventuro a apostar que no serían esos los últimos repasos de la noche para José, pero no me quedo a comprobarlo y bajo los 50 metros de calle que me quedan para llegar a casa. Por las escaleras, que subo de dos en dos, retiro el envoltorio del paquete de tabaco y pinzo un cilindrín para llevarlo a la boca. Me encargo de picar al timbre de casa con una mano mientras la otra se dedica a rebuscar en los bolsillos de la chaqueta, a la caza del mechero grabado con el dibujo de un tal Esperman. Lo encuentro.

El chasquido de la piedra del mechero se superpone al chirrido de la puerta al abrirse. Detrás de la humareda de la primera calada aparece mi novia disfrazada de mujer con pijama esperando a su enganchado a la nicotina. No es el mejor disfraz del mundo pero le queda muy bien.

Apago el cigarro recién desvirgado, la cojo de la mano, giramos hacia la izquierda, calle abajo hacia el dormitorio, encendemos las luces. Se acaba el Carnaval cuando nos tiramos a la cama y nos quitamos los disfraces.

No puede ser.
No nos quedan condones.


AuToRRR

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