Autor: Adrian Bravo (Ilustración: Jonna Vainionpää)

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cinefilia y relatos

jueves, 28 de febrero de 2008

No me queda tabaco.
-“Hasta ahora cariño, bajo un momento al Café del Mon, a ver si me venden un Lucky. Aunque hoy no se yo, con todo el follón del Carnaval.”

Bajo las escaleras de dos en dos. No me canso mucho porque son un par de tramos más bien cortos. A medio recorrido me doy cuenta de que un gato me sigue los pasos. Es el nuestro. Se deja coger a regañadientes, subo de nuevo las escaleras, esta vez de una en una. Con una mano abro la puerta, con la otra catapulto al minino hacia el recibidor de casa. Miaaau dice. Vuelvo a cerrar, bajo a brincos el despeñadero de escalones y encaro el primer ramal de ruta pisando serpentinas de colores.

Calle arriba y luego a la izquierda, y luego otra vez a la izquierda es la mejor opción para llegar antes al bar. Me cruzo con dos vampiros con sendos cubalitros sostenidos a modo de ostia sagrada. Uno de ellos le grita al otro en la oreja “Al Ricky que le den, que se hubiese espabilao”.

Cuando quiero girar me topo con dos Mossos d’Esquadra, pongámosles José y Antonio.
-¿No se puede pasar? Mire es que yo voy al bar de aquí al lado. Vivo aquí mismo.
Señalo mi casa, la de aquí mismo, la de al lado, pero José y Antonio se miran, escudriñándose el uno al otro las razones para no dejarme pasar. No encuentran ninguna buena y Antonio, con cara de “hoy te perdono”, perpetra un aparatoso aspaviento con la cabeza en dirección a la bendita calle que quiero transitar y me doy por invitado.

En ésta no me cruzo con nadie hasta el final, donde forman corro unos señores en la puerta de la trastienda del casal cultural. Está abierta de par en par y se escapa la luz de un par de focos que van proyectando colores básicos en las paredes: rojo, amarillo, verde, amarillo, verde, rojo, amarillo. Supongo que después viene el verde pero ya he dejado atrás al corrillo de sesentones apelotonados, con pelucas afro y caras embetunadas, comentando no se qué del nuevo Carrefour que han abierto en la calle Parellades.

Con un solo cigarro no me voy a apañar toda la noche. Si no está abierto tendré que buscar los caramelos de miel.

Antes de girar de nuevo a la izquierda, y por la insana costumbre de contar cuantos chicles están pegados al pavimento, casi me abalanzo contra una Mossa d’Esquadra, no sé, Carmen por ejemplo, que, al estar de espaldas y no verme, pues no puede preguntarme adonde voy, así que aprovecho la circunstancia para darme nuevamente por invitado y doblo la calle del casal para afrontar la última recta que me lleve hasta el tabaco.

En esta calle hay sobretodo colegialas con pecas y chupachups grandiosos. También llevan cubalitros, aunque no gritan nada sobre Ricky. Dudo que lo conozcan.

Ya estoy. Ha cambiado mucho desde ayer. No hay nadie dentro.
De la extensión del bar sólo está aprovechada una pequeña fracción, la de la entrada, que sirve de improvisada barra americana, donde dos argentinos de pelo largo y más bien sucios, sucios del pelo, atienden a un grupo de abejas mayas que quieren, en su mayoría, Ballantines con Cola. Hay muchas abejas. Me pongo detrás de la última obrera.

Un Mago Houdini y su amigo, imberbe y sin disfraz, vienen tambaleándose, chocando el uno contra el otro, traspasando la colonia de abejas, y éstas empiezan a picar con saña.

-Eh, eh, eh, ¿qué coño hacéis? Hay una cola ¿eh?

Houdini hace caso omiso y pregunta a los argentinos si tienen tabaco. Esa es la pregunta que estoy esperando formular, haciendo cola religiosamente, pero tienes que venir tú a hacer lo que te venga en gana. No quiero problemas, mejor me callo. Igualmente aún no se si tienen pitillos, porque los de la barra ni se han molestado en mirarle a la cara.

La cola avanza un poco más mientras aún reverberan en la calzada los “Argentinos, hijos de puta” y los “Aandaa a vuestro país” que, intermitentemente, casi al ritmo de las luces de la fiesta de cluecos, va soltando Houdini calle abajo. Rojo cólera, amarillo resquemor, verde me estoy poniendo, y otra vez rojo presupongo.

Siguen tambaleándose, quizás más que antes.

Delante de mí la última abeja maya. Qué bien. Meto la mano en el bolsillo, y saco dos monedas de euro, una de 50 céntimos y otra de 20.

Suficiente. Me toca.
-Hola, ¿tenéis tabaco?
-Sí, pero esta noche sólo Marlboro y a cuatro euros.

Espero la justificación para tal subida de precios pero sólo recibo una cara de aflicción que seguramente ya ha ensayado con anteriores clientes. Necesito contraatacar.

- Venga, tío, mira, vivo aquí al lado, me he quedado sin tabaco. A ver si me puedes hacer el favor y me paso mañana y te pago.

A la frase añado una cara de congoja y pesadumbre a juego con la suya. El argentino acepta los dos euros y setenta céntimos, da media vuelta, botín en mano, y corre raudo a por mi tabaco, pisándose los bajos de los pantalones. Lo veo en la lontananza del bar haciendo tratos con la expendedora. Esto va bien, así que bajo la cabeza a contar chicles pegados. Cuando la levanto ya está frente a mí, con un paquete de Lucky Strike.

-Lo siento, por 2,70 sólo te puedo dar Lucky. El Marlboro está más caro.
Otra vez la cara de sufrimiento adornando los pelos sucios.
-Está bien, está bien. Gracias.

Yendo hacia casa me encuentro a una colegiala descolgada del grupo y me ofrece un lametón de piruleta. No me apetece, la verdad.

La segunda parada es Carmen, me adelanto a su negativa de paso por aduana y me presento como el chico que vive al lado. Claro que puedo pasar, dice.

Ya no están los abuelos marchosos. Sólo el rojo, amarillo, verde, amarillo, verde, rojo, amarillo. Tenía razón, después venía el verde. 8 chicles pegados.

José y Antonio están siendo interrogados por tres chicas con minifaldas de lentejuelas, medias de rejilla, camisas blancas sin mangas y bombines negros. Mientras José se muestra de lo más cordial indicándoles el camino más recto hasta la discoteca Organic, José Aspavientos repasa los diseños de las niñas. Y luego, otro repaso, y luego otro. Me aventuro a apostar que no serían esos los últimos repasos de la noche para José, pero no me quedo a comprobarlo y bajo los 50 metros de calle que me quedan para llegar a casa. Por las escaleras, que subo de dos en dos, retiro el envoltorio del paquete de tabaco y pinzo un cilindrín para llevarlo a la boca. Me encargo de picar al timbre de casa con una mano mientras la otra se dedica a rebuscar en los bolsillos de la chaqueta, a la caza del mechero grabado con el dibujo de un tal Esperman. Lo encuentro.

El chasquido de la piedra del mechero se superpone al chirrido de la puerta al abrirse. Detrás de la humareda de la primera calada aparece mi novia disfrazada de mujer con pijama esperando a su enganchado a la nicotina. No es el mejor disfraz del mundo pero le queda muy bien.

Apago el cigarro recién desvirgado, la cojo de la mano, giramos hacia la izquierda, calle abajo hacia el dormitorio, encendemos las luces. Se acaba el Carnaval cuando nos tiramos a la cama y nos quitamos los disfraces.

No puede ser.
No nos quedan condones.

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