Autor: Adrian Bravo (Ilustración: Jonna Vainionpää)

yoYoyoYo

yoYoyoYo

ViiiisiTAs

cinefilia y relatos

jueves, 28 de febrero de 2008


Acaba de entrar mi primera clienta y le voy a contar mi historia para convencerle de que venir a pedirme consejo no es tirar el dinero.

Soy una mujer fuerte, bien lo sabían mis compañeros de escuela. En toda mi vida sólo me he desmayado dos veces y desde luego las travesuras de los chiquillos nunca me hicieron desfallecer. Y no digo con esto que fuera fácil manejarse entre tantas mentes maquinando zancadillas y nuevas trastadas.

La Marimacho, El Alien, Señorita Chalada, incluso La Maestra Siniestra. Son los motes atesorados en mis clases durante los veinticinco años que ejercí como docente en el colegio Sagrado Corazón. No fui la única profesora atropellada por la jauría de pequeñas bestias peloncillas que abarrotaban las aulas cada día. Hablando con Ignacio, el profesor de Matemáticas, una podía sentirse aliviada por no haber desarrollado también un cuadro de ansiedad. Tampoco seguí la estela de Purificación, la de Educación Física, siempre al borde de coger la baja laboral por estrés post-traumático. Pobre mujer, a las niñas les dio por bajarle los pantalones del chándal y burlarse de sus bragas. Era la señorita Braguetón, y le canturreaban “baila Bragueta, baila Bragueta…”, al compás de una coreografía en la que movían las caderas y le enseñaban las tiras, finísimas, de sus tangas.

Todo esto a mí me venía pequeño, y me sabe mal decirlo. Digamos que las chiquilladas de los minibelcebús me afectaron como picaduras de mosquito, cuando para mis colegas eran la angustia de verse preso del ataque de cientos de abejas encolerizadas o una colonia de orangutanes. Siempre supe que algunos me miraron con envidia y otros con caras lisonjeras, se preguntaron cómo demonios pude soportar la presión, los papelitos con babas, propulsados a soplidos y teledirigidos a mi cogote, las continuas faltas de respeto…

Pero no siempre di clases. De hecho, a los niños los veía o por la televisión o en casa de mi hermana, manantial inagotable de retoños. Recuerdo bien mis años en el aeropuerto de Albacete, en una de esas garitas al lado de los arcos detectores de metales, contemplando las vidas de la gente a través de una pantalla que radiografiaba las interioridades de sus maletas. Desde luego el de Albacete no era un aeropuerto internacional, más bien se nos veía como un apéndice molesto de la base militar adyacente, y siempre circulaban rumores sobre la inminente cancelación de los vuelos comerciales. Mientras ese momento llegaba, los cuatro gatos que allí trabajábamos lo hacíamos más bien poco y mal. Había recortes presupuestarios mes sí, mes también, y no nos quedaba más remedio que apechugar con el trabajo que al jefe de seguridad aeroportuaria se le antojase encasquetarnos.

Rebeca, la más fina del aeródromo, se encargaba de la seguridad en el arco detector. Cuando nos anunció a bombo y platillo que estaba en estado de buena esperanza -así, con esas palabras nos lo hizo saber- trajo una botella de cava y pastitas de hojaldre con forma de corazón. En esta ocasión el bebé no vino con un pan bajo el brazo sino con trabajo extra para mí: me pusieron al frente del detector. Esa decisión me fastidiaba, sobretodo porque ya no podría estar sentada, sacando a la luz los secretos íntimos de los viajeros. Ahora tocaba cachear, cachear concienzudamente si el arco pitaba, tocaba desconfiar de los turistas y hombres de negocios que traspasasen el control.

Al segundo día de mi nueva ocupación apareció por allí un tipo, a decir verdad, muy bien plantado, diría que norteamericano, con tejanos ajustados y botas vaqueras. ¡Qué diantres haría ese hombre en Albacete! Supuse que esta vez no iba a sonar el “beep” acusador, pero me equivoqué. Pareció incluso que lo hizo con más fuerza. Ni siquiera tuve tiempo de reaccionar cuando sacó la pistola que tenía sujeta al cinturón y se puso a descerrajar tiros a diestro y siniestro, impactando las balas en el techo del aeropuerto. Me vino a la cabeza el golpe de estado de Tejero, pero por suerte no fue ese el guardia civil que se presentó en un abrir y cerrar de ojos para inmovilizar al cowboy loco. Gruñía desde el suelo que le dejaran marchar porque había emprendido una cruzada sagrada contra toda máquina que emitiese ondas. Se ve que éstas eran perjudiciales para las embarazadas y su mujer había tenido problemas de gestación debido a sus continuos viajes e irremediables pasos por el arco.

De ese día sólo recuerdo esos momentos, porque tras el tiroteo me desplomé. El mal trago duró poco, pero el resto de jornada la pasé completamente en blanco. Quizás el “beep” no sonara más, pero no podría jurarlo. A lo mejor dejé pasar a cientos de terroristas armados hasta los dientes, incluso pude haber pasado por alto todo un cargamento de acero inoxidable sin inmutarme.
Esa noche me asaltó una pesadilla en la que un niño con un sombrero de charol gigante pasaba por el detector de metales y se convertía en una brillante bola de pinball. Esto lo recuerdo bien. Horrible.

Al día siguiente y a mi pesar, todos me percibieron un poco más blanca que de costumbre. De mi boca surgían el “Buenos días señor Emilio” y el “Hola chicas, ¿un café?” de todas las mañanas, pero en una escala tonal más grave. Tenía tembleque en las piernas y sudor en las plantas de los pies, pero eran las ocho y tocaba ponerse en marcha.

A eso de las dos del mediodía, justo antes del cambio de turno, una chica muy rubia, muy espigada y muy joven, se puso a la cola a la espera de pasar por el detector. Llevaba un abrigo negro de plumones bastante grueso, pero no lo suficiente para ocultar la rotunda curva de su barriga. Se apilaron entonces los recuerdos del niño-bola de mi sueño, los silbidos de las balas saliendo del cañón de la pistola, los chasquidos sordos de los casquillos impactando contra el suelo, el olor a pólvora del día anterior. Me asaltó también la imagen de aquella chica dando a luz a un niño sietemesino en un avión destino a Palma de Mallorca. Sobreviviría milagrosamente y se acabaría convirtiendo en presidente de Comisiones Obreras. Era un pensamiento tan absurdo que solté una carcajada que retumbó por toda la sala. Los guardias civiles me miraron con cara de pocos amigos. No le di importancia hasta que la chica espigada, esa chica tan joven, paso por debajo del arco y puede ver claramente la cara de aquel niño, preso aún en el barrigón de su mamá. Y lo vi con todo detalle, desde su nacimiento hasta su defunción, con ochenta y ocho años. Lo vi también a los quince años con un grano en la barbilla que le impediría ir a la fiesta de fin de curso. Vi sus años de estudios en la facultad de Economía y a su primera novia formal, vi sus apariciones en la televisión liderando manifestaciones.

Si ese día ya estaba blanca, lo que experimenté debió dejarme lívida de ultratumba, porque el jefe se acercó y me invitó a que dejara el puesto y me marchase a casa.

Continué en el aeropuerto cinco años más, oposité luego para profesora de primaria alejándome así para siempre del olor a queroseno y los dichosos “beeps”. Me admitieron enseguida en el colegio de monjas y me casé con Antonio, el portero. Antes de separarnos tuve tres hijos y cuatro sobrinos a los que pellizco en los mofletes. Les compro galletas de chocolate cuando me vienen a visitar.

Si no me puedo quejar. Todo ha ido bien. Me operaron de apendicitis y me rompí un fémur hace dos años pero me recuperé estupendamente. Podría incluso decir que he sido razonablemente feliz, a pesar de los achaques de ciática y los dos amagos de infarto. Sin embargo ayer, tras ver el telediario de las nueve decidí abandonar mi trabajo de profesora e iniciar una nueva etapa.

Me gusta mucho el telediario, y lo sigo desde que recuerdo tener uso de razón. A veces me concentro enormemente y retengo datos sobre la subida del precio del pan o la caída del mercado bursátil. Otras subo el volumen, y desde la cocina escucho la sección de deportes preparando la cena. Ayer era día de concentración, delante del televisor y de una tortilla de patatas. La sección de política abrió con la noticia del cese de funciones del presidente de Comisiones Obreras por malversación de fondos. La nueva autoridad sería Ramiro Ozores, un joven militante socialista que casi nadie conocía. Y yo, aunque tenga buena retentiva, tampoco lo había visto antes, pero aquella cara y su expresión me eran vagamente familiares.

Por segunda vez en mi vida me desmayé. De camino hacia el suelo entendí que Ramiro Ozores ya había pasado la época del acné e incluso los estudios superiores. Ramiro, ese joven tan prometedor, seguiría al frente de Comisiones Obreras veinte años más, y se retiraría para ponerse al frente de una ONG. El señor Ozores moriría a los ochenta y ocho años y sus fotos aparecerían en todas las enciclopedias del mundo.
Acabo de llamar a mis hijos para comunicarles que he dejado de ser profesora. Me han puesto de vuelta y media, dicen que me lo invento todo y me han concertado hora con el psicólogo de la seguridad social cuando les he dicho que había puesto un anuncio en el periódico anunciándome como “la vidente Amparo, especializada en el futuro de sus bebés futuros”. Creo que tiene gancho.

Mi primera clienta acaba de marcharse con una sonrisa de oreja a oreja. Su nene será arquitecto y comprará un chalet en primera línea de playa. Le ha hecho especial ilusión que nunca se le pasará por la cabeza meterla en una residencia de ancianos.
Vaya, no puedo decir lo mismo de mis hijos…

0 réplicas:

Publicar un comentario


AuToRRR

Pensamientos,recomendaciones de cine, lecturas, desbarres, enlaces. En fin, lo que sea vaya.