Autor: Adrian Bravo (Ilustración: Jonna Vainionpää)

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cinefilia y relatos

miércoles, 30 de enero de 2008




Los árboles de Inari se desdibujan, se convierten en espectros del sol de medianoche. A finales de mayo y más allá del círculo polar, los días son eternos, las ramas de abedul empapadas de agua templada azotan mi espalda en una sauna hirviente y los renos pasean cabizbajos entre las casas, asustándose hasta de los perros que cargan, ufanos, barrigones peludos que bailan al compás de los ladridos . El lago se pierde en el horizonte y me devuelve los buenos días. Los chillidos de la piedra de afilar del vecino acaban de despejar la niebla de mi cabeza.
Para un cazador de renos, unas salchichas humeantes y una buena jarra de cerveza son el mejor desayuno, así que no le hago ascos al plato rebosante que me prepara Jonna y me siento provisto de calorías para la jornada. Me pongo el abrigo fino, me calzo las botas y salgo al portón, a aspirar la mañana.
La navaja me está esperando en casa de Pekko. Tras charlar un rato con él sobre la acertada decisión de la abuela Raila de preparar guiso de alce y arenques rellenos para la fiesta del solsticio de verano, puedo comprobar que mi machete luce mejor que nunca. Lo agito lentamente para comprobar que el mundo tiene muchos más colores a los ojos de una hoja de metal recién pulida, pero no era ése el propósito que tenía en mente cuando lo mandé afilar. Hoy se abre el coto de caza, y la familia espera mucho de mí, sobretodo el abuelo. Diría que el viejo abastece de carne a medio Rovaniemi, Oulu y parte de Helsinki. Ya no sale a cazar, pero los callos ajados de sus manos hablan más de renos que de hombres. Para mí, sin embargo, el año pasado fue un desastre, tan sólo quince piezas en toda la temporada. Las reses me conocen demasiado, saben que me tiembla el pulso cuando aprieto el gatillo, saben que sigo dudando hasta cuando están muertos y el cuchillo rebana su piel.
Me adentro en el bosque, esta temporada será diferente, hoy comienzo con buen pie, ni siquiera me duele la cabeza. Piso zarzas, cortezas secas que explotan bajo mis pies, me siento cansado y hago un alto sobre una roca. Me enciendo un puro y cuento los líquenes que pueden abarcar mis ojos. Dos rojos, tres amarillo ceniza y otro amarillo con motas naranjas. Sigo mi camino, medio destierro, convirtiendo la nieve en agua a cada paso, acelerando el poco trabajo que le queda al deshielo. Estoy solo, es agradable. Huele a resina caliente, a bayas azules, oigo a la marabunta de hormigas que se esconden bajo el manto de hojas, con las yemas de los dedos acaricio el filo de mi navaja y la empuño firmemente. La suelto después como si quemase y encañono la escopeta en una fracción de segundo, tenso mis nervios y ralentizo mis movimientos, porque justo a dos metros de mí, a los pies de un abedul aislado, un pequeño charco de leche me indica inequívocamente que estoy muy cerca de inaugurar la temporada y colgar un par de cuernos más en el recibidor de casa. Me acuerdo por un momento del queso de reno que comí ayer y me acerco al charco, para comprobar que la leche está templada. No quiero darme la vuelta porque quizás ya lo tenga encima, paralizado por el miedo, así que intento petrificarme, intento fundirme con el abedul que tengo frente mí. No creo que me parezca mucho a un árbol, pero lo intento.
Estoy tumbado y veo las copas de los árboles, todas apuntando hacia la misma estrella. El suelo está caliente, y mis manos empapadas en leche y sangre. Me pesan las ideas y vuelve el dolor de cabeza. Vuelve la niebla de la mañana, sudo como en la sauna de la mañana, pero éste es frío.
Me puse nervioso y no creí ser un árbol, así que desenfundé la navaja y di media vuelta bruscamente para convertirme otra vez en cazador. Aquello no le pareció muy bien al reno, que bufaba encolerizado a un palmo de mi cabeza. Sólo tuve tiempo de bajar la vista un segundo para darme cuenta de la situación. Acababa de parir. Allí, a dos metros de nosotros, resguardada bajo un arbusto poco frondoso, aguardaba temblorosa una cría indefensa. No vi nada más, ni siquiera pude recordar con más detalle los pasos que me habían llevado hasta allí. El afilador, el lago, el queso rememorado quizás, puede que el guiso de alce de la abuela Raila, o todo ello.
La daga no llegó a tiempo, al menos después que sus cuernos, que perforaron mi cuello, desgarrando la carne a su paso.
Estoy tumbado pero quiero verlo una vez más. Con la mano que sentiré más fuerte alzaré por última vez la navaja, y encararé su hoja recién pulida de forma que tome la perpendicular con mi cuerpo inerte. A modo de espejo, devolverá de nuevo los colores resplandecientes del lago, descubriré otro liquen al lado de los rojos, cómo pudo pasárseme. Observaré que se hace de noche y sentiré que el verano se acaba. Volverá la nieve, amontonada en las ramas desnudas, en los lomos de los ciervos, en mi pelo. También el reflejo metálico me mostrará alejarse a un reno, junto a su cría. Ya mansos, volverán a su guarida, a resguardarse del frío que habrá aniquilado prematuramente los primeros rayos del sol de mayo. Pararán en seco, los dos, y volviendo sus cabezas, despidiéndose del bosque y de mí, se clavará el reflejo de sus cuatro ojos rebosantes de vida en la cara más afilada de mi navaja.






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