Autor: Adrian Bravo (Ilustración: Jonna Vainionpää)

yoYoyoYo

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ViiiisiTAs

cinefilia y relatos

3 réplicas domingo, 13 de abril de 2008


Acaricio las teclas
recién estrenado el día, pero aún no me atrevo a presionarlas. Están escondidas todavía las palabras, bajo el manto de pequeños montoncitos de amortiguadores, tras los cuadrados con letras impresas: “R” rota, “T” taciturna, “H” horrorosa, ,”S” solitaria... Son blancas, de seda, y en mí se repiten una a una, de la “A” a la “Z”, huelen a tinta aunque no destiñan, gritan y zumban acompañadas de las músicas compungidas que surgen de los altavoces, debajo del escritorio. Las notas más graves de las canciones de Nouvelle Vague retumban en mi cerebro, buscan las neuronas más despiertas. Casi aprieto la tecla de la “A”, y está fría, el teclado está frío aún, con legañas y sin desayunar. Me crujen a mí también las tripas, no encuentro las palabras. Sólo ácidos, retortijones, gases sin inspiración.

Sin calcetines hace frío, tengo el cuerpo caliente pero fríos los pies, y los talones, y tapo un pie con el otro para que se compadezcan el uno al otro. “Ayudadme pies, arrancadme el inicio del relato, aunque sea haciendo palanca en las uñas, aunque sea con sangre, y huela a piel arrancada en el aire, ayudadme”.

Empiezo, hay que empezar. Con la “A” se empiezan muchas cosas: Aire, Asco, Antílope, Atenazado. Me inclino por “Acaricio”, que ha abierto los ojos con el susurro del impacto de mis dedos en la tibia solidez del teclado. Sigue el altavoz enviando sus ondas de sentimientos enlatados y siguen mis oídos recibiéndolas. Ya no es lo mismo, ya hay una palabra en el papel, “Acaricio” lo envuelve todo y lo modifica todo, siguen ya otro curso mis dedos, mis ácidos estomacales y mis pies se calientan, se relajan. La caricia salta de la pantalla del ordenador, me masajea las sienes. Aaah, esto es otra cosa, qué gustito. “Acaricio”, acaríciame los neurotransmisores, por compasión, exprímeme los jugos más dulces, exprímeme los más salados, hazme un zumo de colores y sácamelo por los dedos, para que pueda escribir algo, lo último que debo ya escribir. Anda ve, “Acaricio”, y prepárame un café, el más bueno de todos y salpícame la lengua con él para que yo pueda escribir.

Cambia la canción. Notas sin prisas en el piano, una batería de jazz y un bajo se me presentan sin avisar. “Acaricio” se malcara conmigo y entonces me dice “Relájate, no mires a nada ni a nadie, saca lo que haya, o crees que eso acaso no es ya un milagro”.

Cojo la brocha gorda y del rabito de la “o” de “Acaricio” saco un espacio en blanco y luego un “las teclas”. Mira tú por donde, ya casi una frase: “Acaricio las teclas...”. Se me amansa el estómago y me hundo los ojos con las manos, ya no huele a aburrida y solitaria naftalina, ni a poso olvidado de leche agria, ahora huele más bien a cortezas de naranja y a nubes de azúcar, y sin embargo en lo negro de mi cabeza, con los ojos cerrados vuelvo a encontrarme con la presión punzante de una frase inacabada reclamándote que le des unos hermosos compañeros de baile. “¿Sabes que, “Acaricio las teclas”? Esta vez te voy a dar lo que me pides, te voy a dar lo que tengo, pero es que además vas a esperar el tiempo que se me antoje. Te dejo sola”.

Ya por la tarde conecto otra vez los altavoces y justo se acaba una canción. Alguien pasa las hojas de una revista en el sofá, alguien en la calle corretea y grita, se acabó la brisa de silencios. Sigo escribiendo ya sin cadenas, ya sin óxido, sin cadaverina empapando las huellas dactilares. Ni siquiera recuerdo si eran verdes o azules los ojos de “Acaricio”.

Ahora, sí, escribo libre. Y no me pesan ni los años, ni los días, ni los plazos. Quizás llueva ahí fuera, pero aquí dentro se está bien, muy bien. El teclado no llora, no gimotean las palabras digitales, pero yo sí porque esto se acaba, y no me gusta. Suenan las campanas de las doce: Doce sorpresas, doce sonrisas, doce triunfos, doce dolores de cabeza. No hay más horas en el reloj, ni el tiempo se muerde su propia cola, ni recorre una espiral, así que es verdad: esto se acaba. Vaciado el vaso de vino tinto en el papel, semana tras semana, vertiéndolo gota a gota, ahora puedo ver el resultado: ¿papel, sólo papel mojado? Ni mucho menos. ¿Manchas rojas y agrietadas? Tampoco eso. Queda el firme propósito de seguir mirando una hoja de papel con ojos de enamorado y hacer de lo que queda del día una novela. Así la vida es más bonita.
Mañana me levantaré muy temprano, iré al trabajo volando subido en una “V”, y aterrizaré en la máquina de pastas, y le introduciré una “O” para desayunar. Y de camino a la oficina, sabiendo que ya he terminado el último de los relatos, le diré a la paloma mensajera que vuele muy alto y lance mi carga de papeles arrugados surgidos de la papelera, en los que pone “NO SE ESCRIBIR”, porque ya no los quiero. No quiero más excusas para no seguir.

Como todos los días, y a todas horas, aquí empieza todo. Pero esta vez, me lo creo.

0 réplicas viernes, 4 de abril de 2008

UN ALEGATO, DE LA SIMBIOSIS Y EL TEATRO


- Silencio. ¡Silencio! ¡Silencio en la sala! Comienza la ponencia del profesor Estroma. No os despistéis porque lo que os cuente entrará para examen. El doctor ha viajado desde muy lejos para poder daros esta clase.

Como todos sabéis, el señor Estroma es una eminencia reconocida en Historia de las Interacciones Inter-Especies. Ha sido galardonado con la orden del Mérito Humano y Animal, siendo la única persona viva que goza de tal reconocimiento. Bien, adelante profesor.

- Gracias. Hola chicos, intentaré no ser un plasta y no alargar demasiado esta clase, aunque no os prometo nada.

Si os digo que conceptos tan distanciados entre sí como el teatro, la simbiosis entre especies o la aparente incapacidad de hablar de los animales tienen un mismo origen, posiblemente no os lo creáis, o me toméis por loco. No pretendo ahora que rehagáis todos vuestros libros de texto, ni que asimiléis de golpe que el mundo, hace muchísimo tiempo, no seguía los rígidos parámetros que muestra hoy, pero sí dinamitar algunos hechos que dais por sentados para haceros reflexionar. Me llevaría toda una vida despejar las dudas que os pudieran surgir tras conocer el nexo que une elementos tan dispares, y muy posiblemente os quedéis con ganas de conocer la verdadera historia que subyace tras la formación de los planetas o el giro de los astros. Tiempo al tiempo…

Por el momento os haré saber que hubo una época en la que humanos y animales nos llevábamos a matar. Entramos en una guerra fría que con demasiada frecuencia salía de su letargo para expresarse con la mayor de las virulencias. Para poneros en situación me situaré, y os situaré, en uno de esos días en los que la tensión acumulada hacía estallar nuestras más anquilosadas desavenencias. Era un día de guerra, “guerra de trenes”, como la llamábamos, y yo estaba esperando en el andén.

Aunque el trayecto que me esperaba iba a ser relativamente corto, ya en esos momentos previos pude comprobar que el viaje no sería plácido. Los pasajeros no podían guardar la calma, se les notaba rabiosos. Aunque se esforzaban por esperar su tren mirándose los zapatos, limándose las zarpas con los dientes o caminando tranquilamente de aquí a allá mientras hablaban por sus móviles, las señales hostiles a mí me llegaban bien claras: un relincho prácticamente inaudible al pasar cerca del mulato con pantalón de estampado militar y camisa hawaiana; ronroneos de placer camuflados en la conversación de un corrillo de estudiantes que se reunía en círculo bajo el poste que indicaba “vía 2”; eructos sonando a croar de sapos, excesivamente penetrantes como para considerarse normales saliendo de la boca de un gordito apoyado en una farola; una señora disimulando que sus piernas no acaban en pies gracias a una falda de talle largo. Eran tantas las señales que me enviaban y tan descarado el modo en que pretendían pasar desapercibidos, eran tantos arrullos donde no parecía haber palomas, y tantos los aullidos enmascarados tras las carcajadas de aquel pasaje, que empecé a entrar en calor aunque el termómetro marcara dos grados y medio. Y lo que me sacaba de mis casillas es que aquella situación se daba, al menos, dos o tres veces cada semestre y aún tenían la desfachatez de emplear maniobras de distracción.

No soy tonto, ni mucho menos. Por supuesto, si yo hubiese tenido algún poder de decisión hubiese optado por el metro o el coche, o el tranvía, incluso hubiese ido a pie de un lado para otro y no en ese tren plagado de bestias acechándome, pero me destinaron ese medio de transporte y no había nada que yo pudiese objetar al respecto.

Llegó puntual. Todos, y digo todos, nos subimos. Yo esperé a que estuviera frente a mí el último vagón. Los demás pasajeros también se dispersaron estratégicamente a lo largo del tren. También los bancos del andén se subieron, y los carteles y las farolas, y los relojes que indicaban que llegaríamos a nuestro destino en una hora y tres minutos también. Toda la brigada junto a mí, incluso el cuerpo de revisores, en el último de los convoys. Nos dispusimos en nuestros asientos y cada uno de los que estábamos allí actuamos como si aquel itinerario nos fuera a llevar a nuestro destino apaciblemente, siguiendo la ruta de la costa del Farrat. En esos momentos tensos antes de la batalla siempre me tranquilizaba ponerme en la piel de un cartaginés defendiendo Sicilia del ataque de los romanos.

El banco de mármol que tenía sentado enfrente me arrancó de la ensoñación al preguntarme por la hora. “Qué hora iba a ser, la de proteger nuestros intereses”, le dije. El banco me respondió airado con un “tú sólo no ibas a hacer mucho, suerte tienes de que hayan asignado a esta línea la brigada de bancos, carteles y farolas, humanito…”. A pesar de mi rango, no se lo tuve en cuenta. Todos estábamos nerviosos.

Pronto vislumbramos el túnel. La primera parte discurría paralela a la playa de la Tremebunda, y aún se colaba la luz por las claraboyas, pero pasado el macizo del Fin del Preludio, la bóveda de granito que horadaba la cordillera se volvía opaca. Allí, si no estabas preparado, te desmenuzaban en un par de segundos.

Aún me pregunto que me hacía escoger el momento preciso para comenzar el ataque. Miraba a mi alrededor, y sabía que había llegado la hora. Ese día me lo dijo el trote desbocado que se abalanzaba contra mí, contra los bancos y carteles que se apelotonaban en el último vagón. Sí, sonaban a lo lejos, pero por Satanasa, ¡eran ineludibles! Me lo dijeron mis ojos que escudriñaban lo que nos aguardaba tras el pequeño cristal que separa los compartimentos del tren. Veía los pelos erizados de los felinos, travestidos en cicloturistas, oía los horribles bufidos procedentes de los carritos de bebé custodiados por sendas madres araña. Los sonidos guturales fueron en crescendo hasta la entrada en el túnel ciego. Entonces, con la luz también se apagaron brevemente todos aquellos gritos de guerra. Era la tregua que se daban las bestias. Nos levantamos como empujados por un resorte de adrenalina, los humanos, los bancos y carteles de la brigada. Desenfundamos los sables y los bonos-transporte semiautomáticos mientras las farolas daban corriente a sus filamentos de tungsteno para alumbrarnos. Ya estaban iniciando la carga, y la última compuerta que nos separaba de aquella furia contenida se abolló y agrietó, conteniendo a duras penas la embestida.

Fue entrar al túnel y sentir un viento seco y cargado de electricidad estática dirigiéndose hacia nosotros. La compuerta había cedido y nos ensordeció el galope de cientos de animales coléricos sedientos de sangre humana y mineral, ya desprovistos de sus malas caretas de humano.

Paré el tren accionando el freno de emergencia, y eso hizo trastabillarse al cabestro que iba cabecilla del grupo rival, haciéndose un nudo con sus propias patas. El banco marmóreo y yo nos ensañamos, atizándole bien en el estómago, agarrándole por los cuernos y lanzándole contra la ventana, haciéndose añicos el cristal. No habría muchas más oportunidades así. En seguida estábamos frente a la primera línea de ataque. Unas manadas de elefantes con la trompa atestada de granadas soltaban su carga explosiva a nuestros pies, y buitres leonados relajaban sus tractos intestinales para dejar caer su carga somnífera y aturdidora. En segunda línea las mamás araña tejían seda a un ritmo frenético y la proyectaban contra las bombillas de las farolas, intentando cegarnos. Yo, tras la barricada que formaron los bancos disponiéndose en formación de media luna, iba coordinando el ataque aéreo con bonos de transporte. La experiencia nos decía que ataques con bonos de diez viajes habían tenido mucho éxito en otras contiendas, pero ésta no era comparable a ninguna de las anteriores: necesitábamos armamento pesado. Unas señas preestablecidas que dirigí al cartel que rezaba “Prohibido fumar en el andén” me bastaron para ordenar la disposición de una batería de cincuenta revisores empuñando sus perforadoras de un sólo agujero, que en momentos de paz sirvieron para marcar billetes e inutilizarlos para posteriores viajes, pero que ahora hacían las funciones de armas mortíferas contra las hordas animales. La infantería de revisores destacaba por su bravura y su rapidez con el pulgar y el índice taladrando pieles de las más diversas especies, y no puedo negar que cumpliesen su cometido como barrera defensiva, pero aquello se nos estaba yendo de las manos. Los recortes presupuestarios en defensa humana y mineral tenían que pasar factura un día u otro.

Nos estaban diezmando: las bombillas se fundían, oscureciendo nuestras esperanzas de victoria. Tanto el mármol de los bancos como el espíritu heroico que caracterizaba a los revisores se resquebrajaban. Por si no estábamos ya contra las cuerdas, surgida de la retaguardia de aquellas brutas alimañas surgió la figura de un mamut acorazado, erguido en sus dos patas traseras. Su silueta era imponente. Todos los demás atacantes se habían organizado en dos gruesas filas, a banda y banda del tren, abriendo paso así a un nuevo invitado a la batalla. Aquel bárbaro podría haber sido Moisés, abriendo las aguas del Mar Rojo, reclamando libertad para su pueblo, pero no. Era Renfis Khan, amo y señor de los seres vivos deshumanizados. Era la primera vez que le veía, pero había oído hablar de él a través de las leyendas milenarias que le otorgaban una sed de poder inagotable y un tremendo gusto por la dominación. Renfis comenzó a caminar hacia nosotros, soltando vapores en ebullición por sus fosas nasales. Muy contento muy contento, no estaba. El paso se volvió trote cuando se puso a cuatro patas, el trote galope cuando bajó su cabeza a la altura del suelo, con sus majestuosos cuernos en posición de ataque, y pronto ya había cubierto una cuarta parte de la longitud del tren. Sin tiempo para pensar con claridad y dar con una idea más ingeniosa y con todo mi equipo abrumado por lo insalvable de la situación, accioné de nuevo la leva que ponía en marcha el tren, con la esperanza de repetir la suerte que tuvimos con el cabestro abanderado. A medida que iba acercándose pude comprobar que el engendro no perdería el equilibrio. Mi estratagema sólo consiguió enfurecer más a Renfis. Mientras nos dirigíamos al final del túnel, donde nos esperaba el acantilado de los Sabios, una onda de presión me sacudió el pecho anunciándome que nuestros cuerpos iban a colisionar de un momento a otro. Acabando conmigo, acabaría con la resistencia y nuestras aspiraciones, lo sabía perfectamente. Corrí hacia atrás, retardando la agonía. Las farolas me escoltaron, y urdieron para mí un plan, que debía darme una oportunidad de salvación: colocaron sus bombillas contra la pared, y todas apelotonadas una encima de la otra, construyeron una rampa en horizontal que cubría una de las esquinas del vagón, de forma que, tras el choque, al menos pudiéramos deslizarnos por sus mástiles y salir despedidos contra la última de las ventanas a un lado del vagón, gracias a la inercia provocada por la curvatura de sus cuerpos, y no acabase encastado en aquella pared metálica que ponía punto y final al tren y por seguro también lo hubiese puesto a mi existencia. Así que aguardé la embestida esperando poder hacerle frente y no perecer antes de salir disparado. Planté los pies en el suelo, con fuerza, cerré los ojos y dejé que todo su peso incidiera en el mío. Como un solo ente, aquel mamut y yo irrumpimos contra el cristal, ya bajo un sol que incluso tras los párpados lograba abrasar las pupilas, sin tiempo para habituar la mirada tras el paso por el túnel. La ventana cedió tan prontamente como lo haría una masa gelatinosa pinchada por una fina aguja, y nos desplomamos por el acantilado, estrujándonos, arañándonos y mordiéndonos, dándonos cabezazos e insultándonos en nuestra propia lengua y en esperanto, para que no se esfumasen en el aire las ofensas. El diálogo de asesinos duró poco. Estábamos ya a escasos metros de la superficie del océano, en caída libre, y aquello no pintaba bien. Logré zafarme de su abrazo mortal unos instantes, el tiempo justo para darme la vuelta y colocarme encima del mamut jefe, así él sería el que recibiese el impacto. Yo, ya a lomos de Renfis, creí perder el sentido del oído debido al estruendoso impacto que provocó aquella tonelada y media de carne. La onda expansiva desplazó una gran cantidad de agua, y nos hundimos bajo un maremoto de espuma. Era tan desorbitada la densidad del metal de la coraza de Renfis, que la velocidad que adquirimos en el descenso sobrepasó los límites que un humano puede llegar a asimilar. No tuvimos tiempo a temer más por nuestras vidas hasta que, casi un instante después de abandonar el tren, yacimos medio desvanecidos en el fondo oceánico, qué digo medio, desvanecidos por completo, con los pulmones aplastados bajo una columna kilométrica de agua.

Mi cuerpo reposaba tranquilo allí, como si aquel manto terroso y húmedo ad eternum fuera mi lápida y epitafio. Con los ojos entornados contemplé el baile extravagante de unas medusitas del tamaño de un buen cucharón sopero, soltando un liquidito iridiscente que se me metía por las fosas nasales. Renfis corría idéntica suerte, tendido a mi lado. Nada en aquel baile y aquellos efluvios me sorprendió, ya que no tenía referencias ni conocimientos sobre especies ultramarinas. Ese comportamiento en las medusas, que se me podría haber antojado pintoresquísimo, para ellas podría ser un acto perfectamente banal y rutinario. Aún no sabía que estábamos siendo adormilados gracias a los líquidos narcotizantes surgidos de los diminutos sirvientes del Consejo de los Sabios Oceánicos.

¡Quién me lo iba a decir! ¡Yo había sido siempre un fan a muerte de Los Sabios! De jovencito tenía todo su merchandising: pósters decorando mi habitación, colecciones de cromos con sus fotos y narraciones de sus hazañas, disfraces de los Sabios, discos con los sabios consejos de Los Sabios, en fin, todo lo que se llegó a comercializar. Siempre me ha interesado la antiguología, así que estaba al tanto de los últimos hallazgos.

Por aquel entonces, prospecciones hechas en el macizo del fin del Preludio (no revelaré el método empleado para extraer tales conclusiones) arrojaron a la luz que la última vez que los Sabios entablaron conversación con alguna especie mineral, animal o humana se remontaba a los tiempos en que los hongos dominaban el planeta. El poder persuasivo y la lógica aplastante de los Sabios convencieron a los hongos para que dejasen paso a especies más evolucionadas. Así que éstos dejaron de superpoblar la Tierra para que nuevos organismos pluricelulares pudiesen prosperar. También ayudó el que dejaran de reproducirse como conejos. En fin, que una decisión de los Sabios cambió para siempre el destino del mundo en el que vivíamos. No sabía si el mamut conocía la historia, pero yo ya me sentía atenazado por la responsabilidad. ¿Qué encargo nos daría el Consejo? ¿Seríamos capaces de entender sus razones y cumplir su voluntad?

Mis temores se hicieron realidad. Cuando pudimos salir de aquel adormecimiento en el que nos introdujeron las medusas, nos vimos sentados en dos sillitas de mimbre, cada una con nuestros nombres grabados en el respaldo, frente a una especie de tarima iluminada tenuemente. Unos fornidos peces abisales sostenían unas cortinillas color granate, con mucho vuelo, que caían grácilmente hasta tocar con la plataforma, tras las cuales se adivinaban unas siluetas. Así, ¡sin más! ¡Era inútil buscar explicaciones elaboradas si te topabas con los Sabios! Observar, sin preguntar nada, era lo que yo debía hacer. Una musiquilla sonó, preludio del espectáculo que estábamos a punto de contemplar. Una de las medusas se plantó en la tarima, con un cartelito cuyas letras mayúsculas estaban escritas, muy probablemente, con tinta de calamar:

BIENVENIDOS AL ESPECTÁCULO DEL COMITÉ DE SABIOS. HE AQUÍ UNA REPRESENTACIÓN DEL DEVENIR ANIMAL, Y DEL HUMANO. NO OS PERDÁIS NI UN DETALLE, NI EL PEQUEÑO HOMBRE NI EL MAMUT GRANDE. DE ESTA ACTUACIÓN ALGO EXTRAERÉIS, Y NO OS MIENTO: MENOS PATADAS Y MÁS CONSENTIMIENTO. CONGELAD VUESTRA DISPUTA MIENTRAS DURE LA FUNCIÓN, Y OS VERÉIS RECOMPENSADOS SI OS QUEDÁIS CON LA CANCIÓN.

Surgieron de detrás de las cortinas unas figuritas muy coloridas que representaban a grandes rasgos a un conejo de angora, un pez espada y un caracol. El conejo de angora, con voz de pito, se puso a farfullar:

    - ¡Esta vida es un fastidio! ¡Quién me habrá mandado a mí nacer! No tuve suerte con el reparto de genes. Siempre se me enreda el pelo por todos lados, me provoca urticaria y sofocos, se me hacen nudos y me los tengo que desatar continuamente…para más INRI, nadie se da cuenta de que poseer una cabellera tan vaporosa hace que no puedas aferrarte al suelo. Cualquier golpe de viento me lleva por los aires. Vosotros si que vivís bien. Grrrr...

No sólo el conejo se quejaba. El pez espada, haciendo piruetas en el aire, también expresó su disgusto:

    - Conejo de angora, no vayas de mártir por la vida. Yo sí que lo tengo mal. Tener una espada por nariz es algo que no le deseo a nadie. ¿Sabes lo duro que es ver como se te oxida el sable al contacto con el salitre del mar? ¿Sabes cómo envidio tu piel tersa y tu pelo sedoso?, ¿te puedes imaginar por un momento el frío que debo pasar en invierno? Sois muy afortunados por no sufrir estas penurias. No es justo. Ufff.....

Habiendo escuchado a sus compañeros de fatigas, el caracol sintió que era su turno y les replicó:

    - Va, va, no me hagáis reír. Se nota que ninguno de los dos ha experimentado nunca la sensación de llegar tarde a todos sitios. ¿Pero no me veis?, ¡si no tengo ni patas rápidas que me desplacen por el campo ni aletas esbeltas que me permitan surcar los mares! Os quejáis de vicio. Para que lo sepáis, me paso todo un día para cortar un par de briznas de hierba que llevarme a la boca. Todo en mi vida es muuuuy lento, exasperante. ¡No os quiero oír quejar más! ¡Soy yo el más desgraciado! Gñññ...

Aquella fabulosa tragedia en la que me vi inmerso casi me hizo olvidar al Comité de Sabios, pero sabía que eran sus manos las que movían los hilos de aquellas figuras, eran sus voces impostadas las que insuflaban vida a aquellos animales.

Me pareció sumamente curiosa la tesitura en la que se encontraban las figurillas, y casi estuve tentado a levantarme e ir a aliviarles las penas. Lo tremendo fue ver a Renfis, que unos segundos antes intentaba matarme, haciendo pucheros y compadeciéndose de los pobres animalitos.

Un nuevo personaje apareció en escena. Era un enorme pedrusco con patas y boca. Le colgaban unas algas que formaban un arco a lo largo de su perímetro. Reunió a los tres llorones, meneó las algas con un contoneo de su estructura inorgánica y comenzó a hablarles:

- Queridos congéneres, y digo bien,

mis hermanitos de hueso y de piel,

una cosa he de deciros que ya habríais de saber:

Sois poseedores de cosas que os gustan,

y otras en cambio os disgustan, a la vez.

¿Por qué no habláis entre vosotros?

Algo podríais hacer.

Quitando pelo por aquí,

poniéndolo por allá,

cortando con la espada,

puliendo con la baba...

¿No os dais cuenta mequetrefes

de que así no se hace nada?

Intercambiaos sortijas, regalos,

comerciad con vuestras dotes.

¡No me hagáis enfadar,

no me toméis por pasmarote!

Lo que sucedió entonces lo celebramos con vítores y aplausos. El pez espada se hizo portavoz del grupo, y tras unos momentos de sosegada plática entre ellos, de espaldas a nosotros, proclamó:

    - Os hago saber a todos que ha fraguado un pacto entre nosotros, un pacto de caballeros: por cada ofrenda que yo realice otra me será concedida. Todos los integrantes del acuerdo actuarán de igual manera. ¡Qué alegría nos ha invadido al darnos cuenta de la sinrazón del quejarse! Yo, por mi parte, me comprometo a cortarle la hierba al caracol dos veces por semana y a aliviar al conejo tajándole todo el pelo que él considere sobrante.

El conejo añadió:

-Yo no seré menos, así que le cedo al pez espada mi pelo cercenado, para abrigarle en sus noches más gélidas. A su vez, el caracol gozará de mis servicios como veloz medio de transporte cada vez que lo desee.

Y concluyó el caracol:

    - Agradezco la atención de mis compañeros donándole al conejo de angora parte de mis babas, esperando que le ayuden en su lucha por no salir volando debido a la naturaleza voluble de su pelaje. Asimismo, el pez espada gozará igualmente de mis jugos más viscosos, que podrá utilizar para sacar lustre y disolver el óxido de su sable.

No hubiese imaginado un final mejor para aquella historia. La piedra con patas y boca nos puso el colofón:

- LO QUE HABEIS PRESENCIADO

ES LA MAGIA DEL ACUERDO,

EL ARTE DE LA PLÁTICA,

EL ATINO DE SER BUENO:

CUANDO TRES SE VUELVEN UNO,

ESE UNO ESTÁ EN LO CIERTO.

Ya sonrientes, todos inclinaron hacia delante sus cuerpos (a excepción del pedrusco, claro está), como gesto de respeto y sumo agradecimiento ante nuestras muestras de gratitud y admiración. ¡Qué estupendos entretenimiento nos había regalado el Comité! Otra razón para admirarlos.

Aparecieron de nuevo las medusas y se llevaron todos los cachivaches, la tarima y los carteles, y aquello se sumió de nuevo en un profundo silencio. Renfis y yo nos miramos, ahora con otros ojos, otorgándole a nuestro conflicto una nueva y esperanzadora dimensión. Los fulgores de la guerra eran visibles incluso desde allí, y si mirabas hacia arriba aun veías resplandecer los restos del tren en llamas que nos hacía, hasta hace muy poco, las veces de emplazamiento bélico. Me hubiese gustado decir que yo y el gran mamut, tras las enseñanzas, nos cogimos de la mano y alegremente subimos a la superficie para acabar con nuestro conflicto y establecer acuerdos de paz, como en un bonito cuento de final feliz, pero eso era pedir demasiado. Simplemente dejamos de hablarnos, que ya era mucho. Cada cual extrajo las conclusiones que le parecieron más adecuadas para hacerse valer en el futuro. Así, yo le comenté a los míos que no estaría mal poner en práctica ese arte de la representación y fingimiento de la realidad al que llamé teatro (en honor a nuestros antepasados griegos, pues theatron significaba “lugar para ver”. Qué nombre habría mejor para describir lo presenciado). Eso nos haría proyectar hacia fuera, de forma menos sangrante, todas nuestras angustias existenciales. De hecho, las primeras representaciones fueron a cargo de un tal Esopo, que reprodujo impúdicamente el estilo de los Sabios, llamando a sus creaciones “fábulas” (por lo fabulosos de éstas). Surgieron enseguida nuevos nombres y conceptos asociados con el teatro, y también nuevos puestos de trabajo que nos permitieron sanear nuestras economías: el tramoyista, el titiritero, el actor, el representante teatral, el guionista, el decorador…un sinfín.

Por su parte, el mamut tomó más al pie de la letra las directrices sugeridas y puso en práctica entre los animales un nuevo método por el cual todos podrían sacar beneficio de los demás, recibiendo algo a cambio. Lo llamó simbiosis, y he de decir que les ha estado dando un gran resultado. Sin embargo, no comparto su idea de dejar de hablar para siempre (pensaron que las palabras sólo provocarían disputas y malas interpretaciones de las verdaderos deseos de cada cual), pero allá ellos.

Y bueno, chicos, esto es todo por hoy. Aquí acaba la ponencia.

Os veo sorprendidos. Tranquilos, asimiladlo con calma. ¿Alguna pregunta?

0 réplicas jueves, 27 de marzo de 2008

EL MUERTO DEL TRONCO NEGRO


(Ilustración: Jonna Vainionpää)


Espero muy sinceramente que hayan disfrutado de este recorrido guiado de, veamos, ya casi una hora por nuestro museo. Observándoles mientras caminaban por la última sala de exposición fotográfica, y por si no lo recuerdan les diré que era la dedicada a la posguerra, a mediados del siglo XIX, no he podido evitar volver a sentir esa desazón que me provocó la primera contemplación de la foto. Estoy seguro de que ya no es necesario que les recuerde de qué hablo. Sé muy bien, porque a todos los visitantes les sucede lo mismo, que la última de la sala, contigua ya a la salida del museo, causa en ocasiones sobrecogimiento y en otras una casi malsana curiosidad que se prolonga, en el mejor de los casos, a lo largo del día. Miren, ya que nos quedan unos minutos antes de la entrada del siguiente grupo, mientras me acompañan hasta la salida intentaré aliviarles esas molestas sensaciones y me sentiré muy honrado si me permiten hacerles sabedores de la historia que se esconde tras esa única instantánea.

La mañana del 7 de Marzo de 1866, a eso de las once de la mañana, Roy Ford se miraba las botas y veía como la gruesa capa de polvo, al contacto con las gotas de lluvia, iba colmándose de líquido hasta tener el peso suficiente como para formar un reguero terroso que se escapaba hasta el suelo. Se le encharcaba el agua en el sombrero de alas, y las sienes le latían, y casi se escuchaba el bombeo de la sangre en el silencio de esa mañana en la que se vio arrastrando los pies por el camino de cabras. Y en esas condiciones comenzaron a desaparecer los motivos de tan inusual situación, por muy obvios o inolvidables que pudieran parecer. Fueron los rayos de sol que le atizaban la cara, el no haber comido en dos días y la polvareda que se levantaba a su paso ocultando su destino final (eso es, al menos, lo que él supuso), y también el punto de partida de tan extraño viaje hacia ninguna parte permaneció inexplorado porque no tuvo redaños para darse la vuelta y siguió con esa procesión auto forzada y nada complaciente. Sin embargo sí acertó a ver que estaba transitando el camino paralelo al ferrocarril, en algún punto indeterminado a las afueras de Jefferson City. El caso es que Roy Ford, segundo de cinco hermanos, comerciante de cáñamo y confederado convencido, se dejaba llevar siguiendo un camino que en otras circunstancias le hubiese proporcionado un placer bucólico, pero allí, y así, tan sólo se hacían evidentes los olores punzantes de excrementos animales, de esos entre dulces, picantes y agrios, que uno tiene prisa por dejar atrás cuanto antes. Quizás eso también le forzaba a seguir hacia delante.

En aquel corredor que empezaba a embarrizarse, convocó a sus espíritus protectores, y se palpó los bolsillos buscándose amuletos, pero en la búsqueda sólo irrumpieron, convocados sin querer o por una fuerza externa, sus más aferrados recuerdos: evocó que un día aquel camino no transcurrió paralelo a las vías del tren, y los negros se encargaron de solucionarlo, amontonando en el pueblo las traviesas y el balastro, fabricando vertiginosamente aquel mecano de metal y madera; evocó los degüellos de los porcinos los primeros sábados del mes en el rancho de su padre, aspiró el aroma de tabaco mascado de su abuelo y limpió de nuevo las escupideras oxidadas colmadas de humanidad; correteó en el huerto de los Johnson intentando atrapar mariposas con la boca y hundió las manos en la tierra recién removida. Y recordó también que un día las mariposas ya no fueron importantes y pasaron a serlo las enaguas de las esclavas y sus brazos brillantes que hacían lo que se les ordenara; también los fusiles, las bayonetas y tirar piedras a los ferrocarriles. Por dentro se le desató entonces la guerra y sus servicios en el bando confederado, durante el cual aprendió que el código Morse, si se aprendía bien y se transmitía rápido al cuerpo de oficiales, se podía utilizar para acabar con la vida y aspiraciones de los unionistas.

Poco a poco empezó a perder fuerza aquel mecanismo que le tenía alterada la consciencia y por el cual tan sólo le estaba permitido el recordar, y nunca preguntarse el porqué de las circunstancias presentes. Aquel sustrato de reminiscencias y apariciones dejó intercalarse el hecho obviado durante más de cuarenta minutos de paseo (ese fue el tiempo que Roy calculó haber estado sumido en ese estado de confusión e invocaciones) desde que salió de un Missouri derruido. Bajo que influjos, drogas o mecanismos continuaba siendo un misterio.

Roy iba perdiendo fuelle y desaceleró, como un caballo al que tensan las riendas, y finalmente paró en seco a la altura de un tronco destartalado y negruzco del que ahora se supone fue el árbol más maltratado por las tormentas de todo el estado de Missouri. Allí aspiró a grandes bocanadas un oxígeno sulfurado que no le sirvió para cobrar fuerzas. La caminata le robó el aliento, y Roy comenzaba a temer que aquel efecto, si no para siempre, perduraría en él por más tiempo que el que naturalmente entraña el ejercicio físico continuado. Lo único que pudo hacer, o se le permitió hacer, fue levantar agónicamente la cabeza para observar que a un lado del camino y ya muy próximo al tronco, hacía su aparición un carromato que parecía abandonado, y paralelamente a esa revelación, un potente silbido proveniente de su retaguardia hacía estallar sus tímpanos ya de por sí atrofiados desde su alumbramiento.

Por aquel entonces, en la ciudad de Roy empezaba a apuntar maneras un joven vivaracho llamado Trevor Miles. Los trucos visuales, el juego de concavidades y convexidades de los espejos de feria y en última instancia y con más fuerza si cabe, el nuevo arte de la fotografía, le habían encandilado desde que sus padres le hicieron poseedor de un caleidoscopio. En Jefferson City sólo había una persona, y esa era Trevor Miles, capaz de congelar el pasado en una placa de cristal pulida y obtener, tras largos procesos (químicos para unos pocos, mágicos para la mayoría), imágenes nítidas que reproducían fielmente lo retratado, ya fueran paisajes, personas o animales. Es cierto que la cámara de Trevor no era una de las más novedosas. En el mercado ya existían modelos que permitían esas captaciones en tan sólo unas fracciones de segundo. La de Trevor, sin embargo, no era tan rápida absorbiendo rayos de luz, por lo que el tiempo de exposición era elevado, pongamos de unas horas. Trevor desarrolló, coincidiendo en el tiempo con los hechos que aquí se narran, un gusto especial por retratar bastos paisajes, colinas perdidas en el horizonte, caminos o casas ruinosas. Recapitulando: naturalezas más o menos muertas que dieran fe de la devastación que provocó la guerra civil en aquellos estados olvidados del sur. Para ello, le era necesario reconvertir en laboratorio su carromato, cuyo interior guardaba en total oscuridad la cámara fotográfica, que de tan inmóvil bien podía hacerse pasar por parte integrante de aquel ambiente opaco.

Trevor escogió la mañana lluviosa en la que Roy perdió definitivamente lo que le quedaba de tímpanos para fotografiar el camino que en sus primeros años de vida le llevaba a la granja de los Johnson para llenar dos grandes cubetas de leche fresca de cabra que alimentaba a toda la familia, así que recién alumbrado el día colocó su equipo y la cámara de forma que el tronco más singular del camino apareciera en primer plano, con la intención de obtener una melancólica instantánea que petrificase para siempre aquel pasaje infantil en una lámina sensibilizada con nitrato de plata. Tras los preparativos, se marchó a casa a esperar. Como pueden suponer, el camino escogido era el que a Roy le estaba jugando una mala pasada.

Entendería, y de hecho entiendo, a estas alturas de historia, que ustedes pensasen que aquel ataque súbito que sufrió Roy y la naturaleza siniestra de la fotografía fueran fruto de algún malfuncionamiento de la cámara o, si entienden algo de revelado de imágenes, de atmósferas nitrosas surgidas del carromato. Es lógico que intenten encontrar una explicación plausible a tal contrariedad, pero déjenme que les explique lo que realmente sucedió.

Tras sentir que le estallaba la cabeza, Roy Ford no pudo más e hizo frente al pánico que agarrotaba los músculos de su cuello girando la cabeza para descubrir de donde provenía aquel silbido que le estaba taladrando lo que le quedaba de lucidez. Para su asombro, allí no había nada, al menos nada irreconocible: tierra húmeda y un chaparrón matutino, unas casas a lo lejos, con sus chimeneas encendidas, unas nubes que se escurrían. Nada. Aquello le sumió en un estado catatónico, y únicamente se le ocurrió, o a algo o a alguien, o a alguna fuerza o presencia invisible le pareció bien que el pobre Roy se aferrase a aquel tronco muerto, principio y final de su destino, con tal fuerza que se arrancó a jirones la camisa y arañó profundamente la cara interna de sus brazos.

Trevor Miles fue el primero que descubrió a Roy en esas circunstancias. Presenció atónito, dirigiéndose hacia el carromato, como aquel hombre se encogía contra el tronco, adoptando una postura fetal. Se disponía a recoger las placas fotográficas, pero lo grave de la situación le hizo socorrer a Roy, o intentarlo. Su mirada confusa y los temblores que padecía le hicieron temer que quizás los líquidos de revelado que guardaba en el carromato se habían evaporado y al respirarse, habían afectado gravemente a Roy. Pero no, tras comprobarlo concluyó que los frascos habían permanecido bien cerrados, con todo su contenido intacto. No hubo manera de arrancarle de allí, pero fue el único testigo de las palabras que pronunció hasta el momento de su muerte, anunciada por la última campanada de las doce.

Se me echa el tiempo encima señores. Ojala pudiera pararlo ahora mismo y pudiese profundizar en los detalles que llevaron a Roy a tal desenlace, pero ya me avisan de que entra otro grupo. De todas maneras, aunque quisiera explicarles los porqués de tan trágica muerte, no podría. Habría que remontarse al año 1866 y forzar a Trevor a revelar su secreto, su última conversación con el “muerto del tronco negro” que es como se le acabó llamando cuando ya la leyenda y las habladurías pesaron más que la realidad. Y me temo que, si en aquella época no pudieron persuadirle para hacerle soltar lo que sabía, nosotros tampoco podríamos. Por un tiempo Trevor regaló los oídos de los habitantes de Jefferson City con la primera parte de la revelación de Roy, justo la que ustedes conocen ahora y que ha sido transmitida de generación en generación. Muchos dudaron entonces de la inocencia del señor Jones, incluso algunos se atrevieron a sugerir su condición asesina, pero guardaba un as en la manga para defender su inocencia. Como ellos, ustedes han podido comprobar que lo que la fotografía muestra con asombrosa nitidez no es de este mundo, y desde luego no se puede atribuir en modo alguno a un acto de vileza humana. Ningún físico, químico, analista fotográfico, parapsicólogo o médium ha podido dar con la respuesta. Este es el secreto que a buen recaudo conservamos en la ciudad de Jefferson, pero ustedes pueden hacerse con una copia de la fotografía, firmada por uno de los descendientes de Trevor Jones, si siguen el pasillo y se acercan a la tienda de souvenirs. Que tengan ustedes un buen día.

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Veamos: primero viene la desesperación, tras ésta los intentos –inútiles, se sabe de antemano pero se intenta- de reconciliación, los lloros y súplicas varias. Pasada esta fase vendría el cinismo y el abandono del aseo personal, que retomamos cuando empezamos a salir por la noche más de lo acostumbrado y perdemos la cuenta de las habitaciones visitadas furtivamente, sometidos a un nihilismo que nos asusta el día en que nos vemos, a las cinco de la madrugada, llorando como bebés en un banco de un parque infantil que no sabríamos situar en el mapa.

Curioso es que haya recordado este periplo, tan común en todos los desamores que ha habido y habrá, aquí a los pies de un volcán inactivo, al comprobar que la mariquita que acabo de pisar ha podido incorporarse para echar a correr, como si nada.

Por el tiempo en el que solía ir al Fantástico con Kike estaba en la fase post-nihilismo, supongo, y sin un nombre concreto para bautizar la siguiente fase. Aún quedaban trazas de angustia existencial, pero ya no pesaba tanto el afeitarse y coger el tren hacia Barcelona, a eso de las diez de la noche.

El Fantástico era un bar del Barrio Gótico barcelonés como cualquier otro. Litros y litros de alcohol, pelos enmarañados, pantalones de pitillo, música poppie y risas inquietas. No hacía mucho que lo frecuentábamos, pero ya se nos consideraba parroquia habitual. Nos sentábamos en el primer tramo de barra, el más corto y apartado de la sala de baile e intentábamos hablar durante aproximadamente dos horas, entre luces de neón y fluorescentes que generaban efectos estroboscópicos, tras las cuales el cuerpo nos pedía acción y un cambio de escenario. Quizás lo más interesante de aquellas noches eran precisamente esos momentos de larga conversación y creo guardarlos con más cariño que los inmediatamente posteriores buscando afectos en personas variopintas.

Podría decirse que había dos tipos de noche: unas en las que el tema predilecto eran las mujeres, en las que hacíamos un repaso por nuestras experiencias pasadas –para restarles importancia o ningunearlas, a sabiendas que representaban lo que ahora éramos y hacíamos- y las que estaban por llegar –admitiendo que únicamente eran futuribles o deseos pero envolviéndolas de un halo de importancia y grandes dosis de exageración-.

El otro tipo de conversación era un cajón de sastre donde cabía todo, desde las ansias de promoción laboral de Kike hasta las teorías más descabelladas acerca de la existencia de mundos paralelos en los que nuestros yos duplicados corrían inversa suerte a la nuestra.

En cualquier caso, el primer tipo de conversación se daba con bastante más frecuencia, y era en la que estábamos enfrascados el día de la superación de la fase post-nihilista.

-Realmente, no es por nada, no se si te conviene esa chica…

-¿Por?

-A ver, parece interesante, así creativa, pero hay algo que no me convence. Era muy joven, ¿no?

-Eeee, creo que 24 años. Tampoco es para tanto Kike, que he estao con alguna de 19…

-Ya, ya, no sé, tú sabrás.

-No se si decirle que estamos por el Gótico. Me ha estado llamando toda la semana y no se lo he cogido. Empezamos igual que con la otra, a ver si me va a salir el tiro por la culata…Bueno, venga, acábate la birra y nos vamos.

El caso es que esa chica creativa, y yo no contaba con eso, deambulaba esa misma noche por las calles de Barcelona, con los mismos argumentos que la primera noche en la que me cautivó. Fue en el Apollo y yo llevaba una soberana cogorza, pero tuve la suficiente retentiva como para fijar su cara, sus respuestas ocurrentes y esa forma tan suya de moverse y bailar, entre suave y robótica, en todo caso original, como la de un gato viejo que arrastra los pies pero si quiere algo de ti retoma su vigor y se contonea como en sus años mozos, y no sabes si te está tomando el pelo y no está tan cascado como podría parecer.

En última instancia, también tuve la precaución de retener su número de teléfono en mi agenda, llena por entonces de direcciones y nombres de mujer, algunas de las cuales, por no decir todas, no he visto más de una vez, y he de decir que en condiciones lamentables. El último número, el de la chica del Apollo, no lo había marcado nunca, pero por alguna razón o por varias a la vez, me llamaba más la atención, y eso fue lo último que le comenté a Kike al salir por la puerta del bar.

De camino hacia el Moog nos cruzamos con un vendedor de kebab. A esas alturas de la noche me paraba a hablar con todo el mundo, y recuerdo que el tipo me dijo que se llamaba Abdel Gazar, y aunque no estoy orgulloso de ello, solté una carcajada porque aquel hombre tenía una panza descomunal. Intenté explicarle por qué me reía pero creo que no entendió ni una palabra.

Otros personajes se toparon con nosotros antes de llegar a la calle angosta que llevaba a la discoteca, pero ninguno de ellos conseguía quitarme de encima la imagen de aquella chica. No es que por entonces confiase mucho en mí ni en mis posibilidades de comenzar una relación, pero aquellos momentos fugaces que pasamos juntos en el Apollo, haciéndonos bromas tontas y mirándonos lascivamente se repitieron en mis ensoñaciones durante la semana, de la misma forma en que un guijarro rebota contra la superficie de un río si lo lanzas con ganas, pero con una diferencia sustancial: al contrario que la fuerza de los botes de la piedra, los recuerdos se iban acrecentando a medida que pasaba la semana, cobrando un realismo del que deberían carecer por simple lógica. Y si aún no me explico cómo eso pudo suceder, más inquietante fue encontrarme a Jonna a la puerta del Moog, con el móvil en la oreja esperando una respuesta, al tiempo que el mío sonaba. Me estaba llamando por enésima vez, y esta vez sí acudí, y antes de lo esperado.

La primera reacción no fue muy halagüeña. Su cara mostraba un cierto disgusto. Tras un reproche sutil en su mirada que también podía interpretarse como un saludo cordial si no te fijabas demasiado, nos metimos en la discoteca. La regañina inicial se convirtió súbitamente en complicidad y sin dudarlo un segundo me cogió de la mano y me llevó a la barra para invitarme a una copa, circunstancia que aproveche para disculparme.

-Sabes, ¡me dejé el móvil en casa de un amigo! He visto las perdidas esta noche y ahora te iba a llamar y…

Me escuchaba a mí mismo y daba pena. Los dos sabíamos que no era verdad, pero disimulamos. Era pronto para recriminaciones y tarde para quedar bien. Su sonrisilla y su mirada franca me mostraron que, por esta vez, estaba perdonado. Bailamos toda la noche y perdimos de vista a nuestros amigos. Hablamos poco, lo suficiente. Lo que sí hicimos fue besarnos y tocarnos, en medio de la pista, contra la pared, en los lavabos, contra los altavoces, en la cabina del DJ, recogiendo los abrigos del guardarropía y de camino hacia su casa.

Estaba eufórico, no sólo porque se me caía la baba con aquella chica juguetona de ojos verdes que había aprendido castellano en tres años y casi lo hablaba mejor que yo, sino que también, hay que admitirlo, por los dos whiskys y los cuatro chupitos que me había metido entre pecho y espalda. Aquella mezcla hizo que la noche en su casa fuera tórrida, pero extraña. Allí, en su cama de piso de estudiante, seguimos sin pronunciar demasiadas palabras, no fuéramos a interrumpir lo que realmente habíamos venido a hacer.

Aquello podría haberse quedado en eso, una noche más, con una chica que se convertiría en un número de teléfono olvidado en dos o tres semanas, si hubiéramos optado por recluirnos de nuevo en nuestras rutinas demoledoras, de frenesí y paso de página continuo, pero no. Unos zumos de naranja natural cargados de azúcar moreno que preparé por la mañana nos ayudaron a bajarle los humos a la resaca y empezar a hablar sin necesidad de acariciarnos, lo cual era más comprometedor sin la ayuda de la insensatez y despreocupación en la que te sume el alcohol barato. Con los pies en la tierra aparecieron de nuevo las preocupaciones, en especial cuando estaba en la ducha, con la puerta del lavabo entornada, sabiendo que sus ojos me estudiaban desde el comedor. ¿Y si aquello realmente no me convenía y tenía que hacerle caso a Kike? ¿Si tenía miedo incluso de salir de ese lavabo y hablar con ella no debería entonces marcharme sin más y no sufrir? ¿Y si esto? ¿Y si lo otro?

Ese día comprobé que tengo menos pavor a las relaciones de lo que creía. Conseguí salir de la ducha, secarme en su habitación y colocarme una camiseta de su ex, de viaje por China por un tiempo indeterminado. No encontré pantalones, ni los míos ni los del ex, así que salí al comedor con una toalla enrollada por la cintura y me senté a su lado, sintiéndome como los boxeadores antes del primer asalto: nervioso pero con ganas de machacar al contrario. ¿Por qué me presionaré tanto? Las cosas salieron solas y no tuve que noquearla con palabrería. Más bien el golpe me lo dio ella a mí. De fondo, Janis Joplin; sobre la mesa de cristal, una baraja de tarot desplegada; a nuestra derecha y apoyada contra el reposabrazos del sofá, una guitarra española con la caja de resonancia tallada formando un mosaico de cuadrados a modo de tablero de ajedrez, y a la izquierda, entre la lámpara de pie y el otro reposabrazos, un carpetón enorme con sus dibujos. Ella disponía, ella proponía. Empezamos, siguiendo el sentido de las agujas del reloj, por el carpetón. Saco todos sus dibujos y los distribuyó en semicírculo sobre la mesa, encima de las cartas de tarot, y en sentido antihorario -como puede comprobarse, Jonna es una chica de rituales- analizó el porqué eligió unos colores y no otros y la razón por la cual había empleado óleos con mucha esencia de trementina. Luego los retiró todos y me echó las cartas, y se las echó también a ella misma. Las predicciones eran, en algunos casos, bastante lúgubres, y en otras circunstancias me hubieran asustado, pero en ese momento me parecieron presagios felices. Mientras recogía la baraja de cartas metiéndola en una funda bordada, me comentó que el primer día, el del Apollo, se acercó a mí porque me parecía a un gitano español, poseedor de un tiovivo ambulante, que aparecía en sus sueños desde los nueve años. Era curioso, porque en Finlandia nunca había tenido la oportunidad de conocer a ninguno, a lo sumo era consciente de que la palabra “gitano” existía como entrada de la enciclopedia, acompañada de un dibujo ilustrativo. Ya estaba un poco inquieto por lo del tarot, pero la historia del gitano me descolocó aún más porque cuando tenía nueve años mi principal hobby era incordiar a mi madre, día sí, día también, para que me llevase al parque del Tibidabo a montarme en el tiovivo. No tuve tiempo de analizar más aquella coincidencia -por aquella noche, luego le di mil vueltas y fue el germen del relato que le escribí por su cumpleaños- porque por último, cogió la guitarra, rascó un poquito las cuerdas con manos torpes y me dijo que aunque ella no tenía ni idea de tocar, la tenía para sus amigos.

-Déjamela a mí, yo sí se tocar un poquito. Me se una de Janis Joplin, por cierto.

Era mi turno, me habían acorralado contra las cuerdas y me dejaban un espacio por donde podía sacar un gancho. No sabía un poquito, no, había estudiado guitarra en el Liceo durante seis años, pero decírselo me pareció demasiado fanfarroneo. Toqué la canción, concentrado en recordar los acordes, y tanta concentración no me dejó ver que Jonna se estaba recostando en mi hombro y sorbiéndose los mocos. Paré la canción y vi que lloraba, de emoción dijo.

Nunca me lo he pasado tan bien, ni siquiera cuando era pequeño y me perdía en el bosque con mi grupo excursionista, cantando canciones alrededor de una hoguera y abriendo las tiendas de campaña de las niñas cuando dormían. De veras, no es comparable. Aquel despliegue de destrezas no hubiera echo falta para caer igualmente rendido.

Salí de aquella casa ya por la noche, tras pasar todo el día escuchando música y viendo pelis de Marilyn Monroe, entre otras cosas. Ninguno de los dos nos atrevimos a citarnos en otra ocasión, pero ya en el metro supe que volvería a echarme las cartas de tarot y a enseñarme sus nuevos dibujos, y yo, su gitano, intentaría robarle de nuevo unas lagrimillas.

Ha pasado ya un año y medio de aquel día. Guardamos en una cajita de madera el relato que le escribí para su cumpleaños. “El tiovivo”, se titula.

Este fin de semana nos hemos ido de senderismo a los volcanes de la Garrotxa. El de Santa Margarita esconde una pequeña ermita en su cráter. Precioso.

Por cierto, no sabía de la querencia de las mariquitas por habitar las zonas volcánicas. Curiosísimo.

-Jonna, peque, ¡cuidao no pises las mariquitas!

-Pero si no hay mariqui... ¡uy, que he pisado una!

-Cariño…


AuToRRR

Pensamientos,recomendaciones de cine, lecturas, desbarres, enlaces. En fin, lo que sea vaya.