Autor: Adrian Bravo (Ilustración: Jonna Vainionpää)

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cinefilia y relatos

0 réplicas miércoles, 30 de enero de 2008


Sandro tenía colgados de la pared dos enormes plafones de metacrilato dorado, y debajo de éstos, un teléfono como los de antes, rojo, de los de rueda giratoria y cable en espiral. Lo había comprado en el mercadillo de los domingos, el que montan los hippies en la calle Hospital. El auricular estaba pegado a su oreja, que sentía recalentada, fundida en el plástico rayado y mate. Así llevaba Sandro más de 30 minutos, pensando en Pep, pensando en los pelos de su pecho y en lo mucho que le apetecía arrancarle la camiseta a bocados y atarle a la cama. Pero allí se quedo el auricular, pegado a su oreja, que se hinchaba y adquiría el mismo tono que el teléfono. Siempre marcaba 8 cifras, introducía sus dedos en el agujerito para el 9 y corría la rueda con decisión, después el 3, el 4 y el 1 los marcaba sin dudar, pero en el 5 ya se abrían las glándulas sudoríparas y el torrente sanguíneo se aceleraba. Había días que incluso se le nublaba la vista cuando llegaba al 7, y estuvo a punto de desplomarse el sábado pasado cuando llegó al 2. Se contempló en una de las planchas de metacrilato y asistió al nacimiento de una náusea en la boca del estómago cuando observó un Sandro deformado, irreconocible, enrollado y empaquetado en un círculo de oro. Pasó la mano por el plafón para secarse el sudor de las palmas de las manos, introdujo el índice seco en el 9 y volvió a girar el disco de números. Cuando se dio cuenta de que había llegado a la penúltima cifra colgó el teléfono y se fue a la cocina a hacerse un sandwich de crema de cacahuete y mermelada de arándanos.

Dos pisos más abajo, Sarah, tumbada en su cama de matrimonio, entraba en calor gracias a unas calcetines de lana gorda con la imagen bordada de Mafalda a la altura de los tobillos. Tecleaba, posesa, cifras interminables en su ordenador portátil para acabar con el balance económico que su jefe le había encargado. En el pasillo, Jonathan y Enrique se tiraban de los pelos y aporreaban la puerta de su habitación, como siempre hacían cuando se retrasaba el sandwich de nocilla de las 5:40. Sarah era asombrosamente eficiente con los balances económicos, y lo era por dos razones: se paso cuatro años de facultad presentándose a concursos de taquigrafía y mecanografía y tenía los músculos de los dedos hiperdesarrollados, lo que le permitía introducir datos en el ordenador mucho más rápido que sus compañeros de oficina. La otra razón era que lograba abstraerse de todo lo que sucediera a su alrededor. Los médicos le dijeron a los 7 años que tenía un leve grado de autismo, y en algunas ocasiones, personas en su situación podían adquirir ese tipo de habilidades. En ese instante eran dos niños abollando una puerta, pero otras veces eran los comentarios impertinentes de la perra de recursos humanos o el crujido de la madera de la buhardilla los días calurosos. Nunca se despistaba, nunca hasta ese día. Justo en el momento de pulsar “Enter” para pasar a la siguiente celda de la hoja de cálculo, Sarah se preguntó por qué había superado brillantemente 4 años de carrera y no había sido capaz de completar el quinto. Sarah no pudo teclear ni una sola cifra más en 2 horas, justo el tiempo que tardó el teclado en secarse de los vómitos invisibles de su año fantasma.

En el comedor del piso contiguo al de Sarah una silla de ruedas engalonada con pegatinas de los Chicago Bulls y fotos de Michael Jordan daba 16 vueltas sobre su eje de rotación, una por cada año que cumplía Manuel ese día, que había adquirido la costumbre de hacer girar su silla en los cumpleaños por alguna extraña razón que no quería desvelar a sus padres, que observaban el ritual desde el sofá, a un par de palmos uno del otro, dando palmas al unísono cada vez que Manuel completaba un giro. Entre los dos, un paquete esférico con forma de pelota reglamentaria de baloncesto y profusamente adornado con 3 lazos verde lima de papel vegetal. Así pensaban los padres que Manuel se iba a animar por fin a apuntarse al equipo de discapacitados físicos que todos los años organizaba la chica del piso contiguo en la asociación de padres del colegio. Así, comprando la pelota oficial de la temporada en la NBA. Pero no había manera, y no la habría habido nunca, no hubo manera hasta ese día, en el que Manuel, que últimamente se masturbaba asiduamente, y con la mano izquierda, subestimó el poder de su antebrazo en el decimoquinto giro, responsabilidad del brazo más preparado. La silla se desestabilizó, Manuel incrustó el parietal entre dos juntas de las placas del parqué y los padres se quedaron con las manos en lo alto, sosteniendo en el aire la penúltima nota palmera, porque Manuel, que desde siempre había sido educadísimo y muy cordial, espetó desde el suelo un sonoro “Me cago en la puta mamá, dame la hoja de inscripción del equipo de baloncesto”. Los padres no dieron la decimoquinta palma y la que hacia dieciséis también se perdió para siempre. Tampoco se volvió a repetir el ritual de los giros en aquella casa.

El balcón del piso de Manuel daba al patio de luces. Si asomaba la cabeza entre las rejas, siempre podía ver, o casi siempre, un gato siamés de cola negra y cara color café pululando entre los montones húmedos de ropa multicolor aún por tender del balcón de los vecinos del primero. Desde que sus dueños decidieron pasarse al suavizante de oferta con perfume a jabón de Marsella, el gato era un yonqui de los vapores que desprendían las sábanas, y ponía especial atención en las bragas y los calzoncillos de sus amos. A veces Manuel pillaba al gato en pleno éxtasis erótico, refregándose contra la ropa y emitiendo unas vibraciones de gozo que hacían retumbar el bloque. No siempre había ropa tendida, así que los días en los que no había chute de jabón de Marsella el gato contemplaba impertérrito, hipnotizado, el orificio de salida del grifo del fregadero. Se podía pasar así horas, sin moverse, el gato fan de la grifería monomando tropezando como una abeja contra un cristal, una y otra vez tropezando contra la imagen de un grifo sin caño de agua fresca, sin una humilde fuga que rezumase, desde las cañerías, el líquido que saciase sus ansias de hidratación. El gato deseaba tener dos funcionales manos en vez de garritas y patitas peludas. Lulú el gato paciente se perdía en pensamientos acuosos mientras desarrollaba un tic en el ojo izquierdo, que solía aparecer tras la primera hora y media de espera, y terminaba desapareciendo solo en el caso, últimamente poco probable, de que su mamá humana llegara a casa y decidiera que era el momento de tender la ropa y lavarse las manos en el fregadero.

Ese día había reunión de vecinos. Se presentaron Sandro, el marido de Sarah y su hijo Enrique con los pelos enmarañados y la cara manchada de ceras de colores. 15 minutos después de la lectura del primer punto del día aparecieron los papas de Manuel disculpándose por el retraso, que igualmente estarían 10 minutos porque tenían que ir al colegio a entregar no se qué papel . La chica soltera del quinto no vino porque estaba estrenando las tetas en una reunión de antiguos alumnos. Lulu, el gato- grifo, el gato que quería dedos, estaba exento de responsabilidad. Así que entre todos los presentes decidieron colocar una rampa en el escalón de entrada al bloque para que Manuel lo tuviera más fácil. El tercer punto del día era la revisión general de las cañerías del edificio. Recuerdo que este punto del día ha sido también el sexto hace un par de meses. Juraría que también el octavo el año pasado.

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Los árboles de Inari se desdibujan, se convierten en espectros del sol de medianoche. A finales de mayo y más allá del círculo polar, los días son eternos, las ramas de abedul empapadas de agua templada azotan mi espalda en una sauna hirviente y los renos pasean cabizbajos entre las casas, asustándose hasta de los perros que cargan, ufanos, barrigones peludos que bailan al compás de los ladridos . El lago se pierde en el horizonte y me devuelve los buenos días. Los chillidos de la piedra de afilar del vecino acaban de despejar la niebla de mi cabeza.
Para un cazador de renos, unas salchichas humeantes y una buena jarra de cerveza son el mejor desayuno, así que no le hago ascos al plato rebosante que me prepara Jonna y me siento provisto de calorías para la jornada. Me pongo el abrigo fino, me calzo las botas y salgo al portón, a aspirar la mañana.
La navaja me está esperando en casa de Pekko. Tras charlar un rato con él sobre la acertada decisión de la abuela Raila de preparar guiso de alce y arenques rellenos para la fiesta del solsticio de verano, puedo comprobar que mi machete luce mejor que nunca. Lo agito lentamente para comprobar que el mundo tiene muchos más colores a los ojos de una hoja de metal recién pulida, pero no era ése el propósito que tenía en mente cuando lo mandé afilar. Hoy se abre el coto de caza, y la familia espera mucho de mí, sobretodo el abuelo. Diría que el viejo abastece de carne a medio Rovaniemi, Oulu y parte de Helsinki. Ya no sale a cazar, pero los callos ajados de sus manos hablan más de renos que de hombres. Para mí, sin embargo, el año pasado fue un desastre, tan sólo quince piezas en toda la temporada. Las reses me conocen demasiado, saben que me tiembla el pulso cuando aprieto el gatillo, saben que sigo dudando hasta cuando están muertos y el cuchillo rebana su piel.
Me adentro en el bosque, esta temporada será diferente, hoy comienzo con buen pie, ni siquiera me duele la cabeza. Piso zarzas, cortezas secas que explotan bajo mis pies, me siento cansado y hago un alto sobre una roca. Me enciendo un puro y cuento los líquenes que pueden abarcar mis ojos. Dos rojos, tres amarillo ceniza y otro amarillo con motas naranjas. Sigo mi camino, medio destierro, convirtiendo la nieve en agua a cada paso, acelerando el poco trabajo que le queda al deshielo. Estoy solo, es agradable. Huele a resina caliente, a bayas azules, oigo a la marabunta de hormigas que se esconden bajo el manto de hojas, con las yemas de los dedos acaricio el filo de mi navaja y la empuño firmemente. La suelto después como si quemase y encañono la escopeta en una fracción de segundo, tenso mis nervios y ralentizo mis movimientos, porque justo a dos metros de mí, a los pies de un abedul aislado, un pequeño charco de leche me indica inequívocamente que estoy muy cerca de inaugurar la temporada y colgar un par de cuernos más en el recibidor de casa. Me acuerdo por un momento del queso de reno que comí ayer y me acerco al charco, para comprobar que la leche está templada. No quiero darme la vuelta porque quizás ya lo tenga encima, paralizado por el miedo, así que intento petrificarme, intento fundirme con el abedul que tengo frente mí. No creo que me parezca mucho a un árbol, pero lo intento.
Estoy tumbado y veo las copas de los árboles, todas apuntando hacia la misma estrella. El suelo está caliente, y mis manos empapadas en leche y sangre. Me pesan las ideas y vuelve el dolor de cabeza. Vuelve la niebla de la mañana, sudo como en la sauna de la mañana, pero éste es frío.
Me puse nervioso y no creí ser un árbol, así que desenfundé la navaja y di media vuelta bruscamente para convertirme otra vez en cazador. Aquello no le pareció muy bien al reno, que bufaba encolerizado a un palmo de mi cabeza. Sólo tuve tiempo de bajar la vista un segundo para darme cuenta de la situación. Acababa de parir. Allí, a dos metros de nosotros, resguardada bajo un arbusto poco frondoso, aguardaba temblorosa una cría indefensa. No vi nada más, ni siquiera pude recordar con más detalle los pasos que me habían llevado hasta allí. El afilador, el lago, el queso rememorado quizás, puede que el guiso de alce de la abuela Raila, o todo ello.
La daga no llegó a tiempo, al menos después que sus cuernos, que perforaron mi cuello, desgarrando la carne a su paso.
Estoy tumbado pero quiero verlo una vez más. Con la mano que sentiré más fuerte alzaré por última vez la navaja, y encararé su hoja recién pulida de forma que tome la perpendicular con mi cuerpo inerte. A modo de espejo, devolverá de nuevo los colores resplandecientes del lago, descubriré otro liquen al lado de los rojos, cómo pudo pasárseme. Observaré que se hace de noche y sentiré que el verano se acaba. Volverá la nieve, amontonada en las ramas desnudas, en los lomos de los ciervos, en mi pelo. También el reflejo metálico me mostrará alejarse a un reno, junto a su cría. Ya mansos, volverán a su guarida, a resguardarse del frío que habrá aniquilado prematuramente los primeros rayos del sol de mayo. Pararán en seco, los dos, y volviendo sus cabezas, despidiéndose del bosque y de mí, se clavará el reflejo de sus cuatro ojos rebosantes de vida en la cara más afilada de mi navaja.






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Soy consciente de que este blog no lo lee ni Dios pero igualmente...Feliz Año!! Por si acaso alguien se pasa.
Empecé esta singladura (nunca había utilizado la palabra singladura y mira, me ha apetecido) posteando pequeños relatos, para luego decantarme más por las críticas de cine. Como esto es un batiburrillo de ideas y básicamente un almacén de letras, retomaremos el camino de las historias. Hoy, una de dioses, diosecillos y franquicias religiosas. Amén.




Hasta yo tengo un jefe. Sí, sí, un jefe machacón que me pide los reports el lunes por la mañana, cuando él sabe perfectamente que estoy hasta las cejas de trabajo. Pero no te escribo esta carta para desvelar su identidad, aunque sé de buena tinta que os morís de ganas por saberlo. La verdadera razón por la que mi superior me ha instado a dirigirme a tí por escrito, Papa Ratzinger, es establecer una primera comunicación realmente matérica contigo, con el fin de promover una cordialidad y entendimiento que creemos, desde aquí en la Eternidad, haber perdido en los últimos siglos. Supongo que no son necesarias las presentaciones: por las letras centelleantes y los coros de ángeles trompeteros que se han dispuesto a tu alrededor mientras abrías la carta te habrás dado cuenta de quién te escribe. Mi intención, Papa de Roma, no es revelarte el paradero del Santo Grial, para esos menesteres ya habéis creado a Indiana Jones. Ni siquiera, en esta primera misiva, pretendo darte consejos sobre cómo gestionar la Iglesia (de eso trataremos en próximas cartas, no quiero ponerme paternal y acusador para empezar, ya hablaremos de condones y opulencia…).

Tras la reunión matinal de los lunes, la junta directiva de la Eternidad ha decidido poner en mis manos el contenido de este mensaje, acordando entre las partes no poner en peligro la continuidad espacio-temporal del universo. Así que propuse empezar con un tema liviano, sin excesivo fasto: a todos les pareció perfecto hacerte sabedor de la historia de la formación de la luna. Es una anécdota que funciona muy bien en las reuniones con embajadores de otros universos, y creo que tenéis una idea bastante equivocada sobre vuestro satélite.
Tengo entendido que circula por allí un libro que jura y perjura que el mundo se hizo en 7 días. Chico, ¡que soy poderoso pero no tanto! Cuesta mucho trabajo reordenar y agrupar los átomos, programar las secuencias de ADN, en fin, para qué te voy a contar…

Teniendo la creación prácticamente finiquitada, totalmente exhausto y con los puños de la túnica manchados de nuevas criaturas, plantas y energía, me percaté de que me había quedado sin materia prima para lo que me llevaba entre manos: el cielo. No fue nada fácil, pero tras varios intentos conseguí definir una superficie de colores variables en función del tiempo, desde el rojo más enfurecido al negro opaco, totalmente habitable para especies voladoras y preparado para albergar gases nocivos que, claro está, estabais predestinados a expulsar. De hecho, estaba bastante satisfecho con el resultado, lo había decorado profusamente con auroras boreales, arco iris, apariciones de ovnis, nubes gordinflonas y granizo, incluso lo preparé a conciencia para ser la vía de entrada de numerosas apariciones marianas. Lo recargué tanto, tanto, que me quedé sin átomos y lo que es peor, sin crédito para abastecerme con una nueva remesa. Todos los demás Dioses me decían:
- Dios mío, pero si está perfecto, ¡ya lo quisiera yo para mí!- me argumentaba Zeus.
- ¡Pero si es que está recargadísimo! ¿Y qué más le quieres poner? ¡Si parece una feria!- siempre farfullaba Yu el Grande.

Poco me importaban los comentarios de mis compañeros. Un pálpito me decía que aquello se iba a tambalear y resquebrajar tarde o temprano –y te puedo asegurar, Ratzinger, que un pálpito de Dios es algo que hay que tomarse muy en serio-, que esa magna estructura se vendría abajo, sepultando bajo escombros de colores todo mi trabajo anterior.

Llevaba varios días preocupado, deambulando por el despacho, mordiendo ansiosamente las alas de los querubines, intentando encontrar una salida. Había agotado mi presupuesto y necesitaba urgentemente una inyección de fondos. Cuando ya estaba desesperado, y pensaba seriamente en destruir todo vuestro mundo y empezar de cero, cuando estaba a punto de tirar la toalla celestial, se presentó en la oficina un tipo curioso, con cuerpo de hombre y cara de pájaro. Su pico afilado, pulido y nacarado a la perfección, su cuerpo espigado y el amarillo lúgubre de sus ropones no hacían presagiar nada bueno. Me comentó que había dado por finalizada su creación y había llegado a sus oídos mis problemas con el cielo. Él pasó por los mismos momentos de incertidumbre y finalmente había dado con la solución, que había sido implantada con gran éxito. Su universo era ahora un remanso de estabilidad, un portento de equilibrio entre cielo y tierra, y estaba dispuesto a desprenderse de su secreto y dotarme de los medios para finalizar mi obra a cambio de instalar su franquicia en mi mundo. El pajarraco resultó llamarse Thot, y era un representante de la cooperativa Inframundo S.L. Yo ya había leído algo de ellos en la revista corporativa, pero poca gente había tenido la oportunidad de tratar con uno de estos Dioses.

Tras dos días en la sala de reuniones intercambiando experiencias y conocimientos, repasando punto por punto las condiciones del contrato que minuciosamente fuimos negociando, Thot presentó su propuesta final. La verdad es que yo estaba entre la espada y la pared: o aceptaba la colaboración con Inframundo S.L. o me arriesgaba a poner en peligro siglos de arduo trabajo. No me lo pensé más. Tras el visto bueno del jefe rubriqué el contrato con tinta eterna: el secreto de la estabilidad entre el cielo y la tierra y los materiales necesarios para su construcción a cambio de la permisividad ad eternum para la implantación de templos piramidales en ciertas regiones de la Tierra. No era un precio muy alto (aunque a toro pasado te diré que hay días que me siento algo molesto con tanto pan de oro, que si Nefertiti por aquí, que si el misterio de Tutankhamon por allá…)

Tan pronto como acabé de plasmar mi firma, Thot me miró con aires triunfalistas, como sabedor de que el acuerdo le beneficiaba más que a mí. Con un movimiento grácil y rápido de su pico acertó en pinzar de entre su túnica un par de objetos que me ofreció como mis pájaros regurgitan el alimento para sus crías. Uno de ellos era un pequeño tampón como los que utilizamos en la oficina para indicar que un documento está obsoleto o aprobado, sólo que este era esférico y presentaba un relieve interesante, formado por pequeños grupos de manchas circulares que, curiosamente, me recordaban al aspecto que había conferido a vuestras caras, caras como la tuya, papa Ratzinger. El otro era un bote de tinta con un pergamino impreso que rezaba:
-“Tinta con cráteres número 2. Especial tampones de creación. Aplicar con mano de hierro en cielos de colores variables cuando éste se encuentre en su fase más oscura. Dejar secar al menos 100 años. No se admiten devoluciones”
De la boca de Thor tan sólo surgieron estas palabras antes de esfumarse de la sala, dejando un reguero de arena tras su paso:
-“Dios, sigue las instrucciones del pergamino. Y no me llames para preguntarme qué gracia le veo al surf ni cómo acallar los rumores que circularán en Internet asegurando que el viaje a la luna fue un fraude”.

Thor me dejó con tres palmos de narices, ni siquiera me permitió hacerle preguntas. Allí estaba yo, con un tampón de oficina y una tinta absurda que prometía resolver mi problema. Como no era yo el más indicado para criticar los métodos creativos de otros Dioses, otorgué a Thor el beneficio de la duda y me desplacé instantáneamente al cielo en perpetua construcción. Agarre el tampón, lo embadurné en tinta blanca con cráteres, y empuñando el instrumento como si me fuera la vida en ello, asesté un golpe tan brutal como mi furia divina permitió. Retumbaron los pilares del universo, varios agujeros negros se desestabilizaron, y recibí alguna queja del departamento de recursos humanos por aumento indebido de decibelios en el sistema solar, pero allí lucía pétrea la tan ansiada estructura. Una bolita blanca con agujeritos que me pareció muy resultona. Miré hacia abajo, esperando algo que me hiciera entender que el apaño había dado sus frutos. Y ahí estaba la señal (porque los dioses también necesitan señales): un ligero vaivén acompasado empezaba a golpear los contornos de los continentes. El tembleque se iba multiplicando a lo largo y ancho de la masa oceánica que hasta ese momento había permanecido inalterable. Las aguas, como por arte de magia, se estaban moviendo, la rotación de la Tierra se ralentizó y yo… ¡yo más contento que unas castañuelas! Aquello funcionaba, ya os podía dejar solos a merced de los elementos.
Resultó que el hombre del pico era más listo de lo que creía. Fuerza gravitatoria, masa, agua…ahora parecía fácil, pero aquello tenía su miga*.

El resto de la historia te la puedes imaginar, Papa Ratzinger. Te habrás dado cuenta de que ésta fue la primera colaboración con otros Dioses, pero no la última. Siempre me veía empujado a dar los últimos retoques a vuestro mundo, y tuve que negociar con muchísimas deidades que implantaron igualmente sus franquicias, con mayor o menor aceptación por vuestra parte.
Así que Benedicto, dale las gracias a Thor por hacer que los enamorados se enamoren más, que los hombres lobo puedan dar rienda suelta a sus instintos o que los telescopios que los padres compran cuando vienen los Reyes Magos (los Reyes Magos, esa es otra historia…) no caigan en el olvido a los 5 minutos.
Como no quiero robarte más tiempo y deseo que vuelvas a retomar tus quehaceres (otro tema del que quería hablarte, pero será en otra ocasión) me despido de tí, esperando que por mi culpa no hayas descuidado ninguna misa ni trastocado peligrosamente tus dogmas de fe. Chico, ¿no querías milagros?

Recibe un afectuoso saludo de tu amigo Dios y de toda la junta directiva de la Eternidad.

*Como se que dispones de la ayuda de eminentes científicos en el Vaticano, coméntales que ojeen estas páginas web que edita nuestro departamento de marketing:
http://marenostrum.org/curiosidades/mareas/
http://www.fisica.unlp.edu.ar/materias/FisGral2/celeste/mareas/mareas.htm

P.D. Si en la próxima carta tengo curiosidad por preguntarte algo, hazme un favor Papa. Me contestas “sí” con una fumata blanca. “No” será fumata negra. Un abrazo.


AuToRRR

Pensamientos,recomendaciones de cine, lecturas, desbarres, enlaces. En fin, lo que sea vaya.