Autor: Adrian Bravo (Ilustración: Jonna Vainionpää)

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cinefilia y relatos

0 réplicas jueves, 27 de marzo de 2008

EL MUERTO DEL TRONCO NEGRO


(Ilustración: Jonna Vainionpää)


Espero muy sinceramente que hayan disfrutado de este recorrido guiado de, veamos, ya casi una hora por nuestro museo. Observándoles mientras caminaban por la última sala de exposición fotográfica, y por si no lo recuerdan les diré que era la dedicada a la posguerra, a mediados del siglo XIX, no he podido evitar volver a sentir esa desazón que me provocó la primera contemplación de la foto. Estoy seguro de que ya no es necesario que les recuerde de qué hablo. Sé muy bien, porque a todos los visitantes les sucede lo mismo, que la última de la sala, contigua ya a la salida del museo, causa en ocasiones sobrecogimiento y en otras una casi malsana curiosidad que se prolonga, en el mejor de los casos, a lo largo del día. Miren, ya que nos quedan unos minutos antes de la entrada del siguiente grupo, mientras me acompañan hasta la salida intentaré aliviarles esas molestas sensaciones y me sentiré muy honrado si me permiten hacerles sabedores de la historia que se esconde tras esa única instantánea.

La mañana del 7 de Marzo de 1866, a eso de las once de la mañana, Roy Ford se miraba las botas y veía como la gruesa capa de polvo, al contacto con las gotas de lluvia, iba colmándose de líquido hasta tener el peso suficiente como para formar un reguero terroso que se escapaba hasta el suelo. Se le encharcaba el agua en el sombrero de alas, y las sienes le latían, y casi se escuchaba el bombeo de la sangre en el silencio de esa mañana en la que se vio arrastrando los pies por el camino de cabras. Y en esas condiciones comenzaron a desaparecer los motivos de tan inusual situación, por muy obvios o inolvidables que pudieran parecer. Fueron los rayos de sol que le atizaban la cara, el no haber comido en dos días y la polvareda que se levantaba a su paso ocultando su destino final (eso es, al menos, lo que él supuso), y también el punto de partida de tan extraño viaje hacia ninguna parte permaneció inexplorado porque no tuvo redaños para darse la vuelta y siguió con esa procesión auto forzada y nada complaciente. Sin embargo sí acertó a ver que estaba transitando el camino paralelo al ferrocarril, en algún punto indeterminado a las afueras de Jefferson City. El caso es que Roy Ford, segundo de cinco hermanos, comerciante de cáñamo y confederado convencido, se dejaba llevar siguiendo un camino que en otras circunstancias le hubiese proporcionado un placer bucólico, pero allí, y así, tan sólo se hacían evidentes los olores punzantes de excrementos animales, de esos entre dulces, picantes y agrios, que uno tiene prisa por dejar atrás cuanto antes. Quizás eso también le forzaba a seguir hacia delante.

En aquel corredor que empezaba a embarrizarse, convocó a sus espíritus protectores, y se palpó los bolsillos buscándose amuletos, pero en la búsqueda sólo irrumpieron, convocados sin querer o por una fuerza externa, sus más aferrados recuerdos: evocó que un día aquel camino no transcurrió paralelo a las vías del tren, y los negros se encargaron de solucionarlo, amontonando en el pueblo las traviesas y el balastro, fabricando vertiginosamente aquel mecano de metal y madera; evocó los degüellos de los porcinos los primeros sábados del mes en el rancho de su padre, aspiró el aroma de tabaco mascado de su abuelo y limpió de nuevo las escupideras oxidadas colmadas de humanidad; correteó en el huerto de los Johnson intentando atrapar mariposas con la boca y hundió las manos en la tierra recién removida. Y recordó también que un día las mariposas ya no fueron importantes y pasaron a serlo las enaguas de las esclavas y sus brazos brillantes que hacían lo que se les ordenara; también los fusiles, las bayonetas y tirar piedras a los ferrocarriles. Por dentro se le desató entonces la guerra y sus servicios en el bando confederado, durante el cual aprendió que el código Morse, si se aprendía bien y se transmitía rápido al cuerpo de oficiales, se podía utilizar para acabar con la vida y aspiraciones de los unionistas.

Poco a poco empezó a perder fuerza aquel mecanismo que le tenía alterada la consciencia y por el cual tan sólo le estaba permitido el recordar, y nunca preguntarse el porqué de las circunstancias presentes. Aquel sustrato de reminiscencias y apariciones dejó intercalarse el hecho obviado durante más de cuarenta minutos de paseo (ese fue el tiempo que Roy calculó haber estado sumido en ese estado de confusión e invocaciones) desde que salió de un Missouri derruido. Bajo que influjos, drogas o mecanismos continuaba siendo un misterio.

Roy iba perdiendo fuelle y desaceleró, como un caballo al que tensan las riendas, y finalmente paró en seco a la altura de un tronco destartalado y negruzco del que ahora se supone fue el árbol más maltratado por las tormentas de todo el estado de Missouri. Allí aspiró a grandes bocanadas un oxígeno sulfurado que no le sirvió para cobrar fuerzas. La caminata le robó el aliento, y Roy comenzaba a temer que aquel efecto, si no para siempre, perduraría en él por más tiempo que el que naturalmente entraña el ejercicio físico continuado. Lo único que pudo hacer, o se le permitió hacer, fue levantar agónicamente la cabeza para observar que a un lado del camino y ya muy próximo al tronco, hacía su aparición un carromato que parecía abandonado, y paralelamente a esa revelación, un potente silbido proveniente de su retaguardia hacía estallar sus tímpanos ya de por sí atrofiados desde su alumbramiento.

Por aquel entonces, en la ciudad de Roy empezaba a apuntar maneras un joven vivaracho llamado Trevor Miles. Los trucos visuales, el juego de concavidades y convexidades de los espejos de feria y en última instancia y con más fuerza si cabe, el nuevo arte de la fotografía, le habían encandilado desde que sus padres le hicieron poseedor de un caleidoscopio. En Jefferson City sólo había una persona, y esa era Trevor Miles, capaz de congelar el pasado en una placa de cristal pulida y obtener, tras largos procesos (químicos para unos pocos, mágicos para la mayoría), imágenes nítidas que reproducían fielmente lo retratado, ya fueran paisajes, personas o animales. Es cierto que la cámara de Trevor no era una de las más novedosas. En el mercado ya existían modelos que permitían esas captaciones en tan sólo unas fracciones de segundo. La de Trevor, sin embargo, no era tan rápida absorbiendo rayos de luz, por lo que el tiempo de exposición era elevado, pongamos de unas horas. Trevor desarrolló, coincidiendo en el tiempo con los hechos que aquí se narran, un gusto especial por retratar bastos paisajes, colinas perdidas en el horizonte, caminos o casas ruinosas. Recapitulando: naturalezas más o menos muertas que dieran fe de la devastación que provocó la guerra civil en aquellos estados olvidados del sur. Para ello, le era necesario reconvertir en laboratorio su carromato, cuyo interior guardaba en total oscuridad la cámara fotográfica, que de tan inmóvil bien podía hacerse pasar por parte integrante de aquel ambiente opaco.

Trevor escogió la mañana lluviosa en la que Roy perdió definitivamente lo que le quedaba de tímpanos para fotografiar el camino que en sus primeros años de vida le llevaba a la granja de los Johnson para llenar dos grandes cubetas de leche fresca de cabra que alimentaba a toda la familia, así que recién alumbrado el día colocó su equipo y la cámara de forma que el tronco más singular del camino apareciera en primer plano, con la intención de obtener una melancólica instantánea que petrificase para siempre aquel pasaje infantil en una lámina sensibilizada con nitrato de plata. Tras los preparativos, se marchó a casa a esperar. Como pueden suponer, el camino escogido era el que a Roy le estaba jugando una mala pasada.

Entendería, y de hecho entiendo, a estas alturas de historia, que ustedes pensasen que aquel ataque súbito que sufrió Roy y la naturaleza siniestra de la fotografía fueran fruto de algún malfuncionamiento de la cámara o, si entienden algo de revelado de imágenes, de atmósferas nitrosas surgidas del carromato. Es lógico que intenten encontrar una explicación plausible a tal contrariedad, pero déjenme que les explique lo que realmente sucedió.

Tras sentir que le estallaba la cabeza, Roy Ford no pudo más e hizo frente al pánico que agarrotaba los músculos de su cuello girando la cabeza para descubrir de donde provenía aquel silbido que le estaba taladrando lo que le quedaba de lucidez. Para su asombro, allí no había nada, al menos nada irreconocible: tierra húmeda y un chaparrón matutino, unas casas a lo lejos, con sus chimeneas encendidas, unas nubes que se escurrían. Nada. Aquello le sumió en un estado catatónico, y únicamente se le ocurrió, o a algo o a alguien, o a alguna fuerza o presencia invisible le pareció bien que el pobre Roy se aferrase a aquel tronco muerto, principio y final de su destino, con tal fuerza que se arrancó a jirones la camisa y arañó profundamente la cara interna de sus brazos.

Trevor Miles fue el primero que descubrió a Roy en esas circunstancias. Presenció atónito, dirigiéndose hacia el carromato, como aquel hombre se encogía contra el tronco, adoptando una postura fetal. Se disponía a recoger las placas fotográficas, pero lo grave de la situación le hizo socorrer a Roy, o intentarlo. Su mirada confusa y los temblores que padecía le hicieron temer que quizás los líquidos de revelado que guardaba en el carromato se habían evaporado y al respirarse, habían afectado gravemente a Roy. Pero no, tras comprobarlo concluyó que los frascos habían permanecido bien cerrados, con todo su contenido intacto. No hubo manera de arrancarle de allí, pero fue el único testigo de las palabras que pronunció hasta el momento de su muerte, anunciada por la última campanada de las doce.

Se me echa el tiempo encima señores. Ojala pudiera pararlo ahora mismo y pudiese profundizar en los detalles que llevaron a Roy a tal desenlace, pero ya me avisan de que entra otro grupo. De todas maneras, aunque quisiera explicarles los porqués de tan trágica muerte, no podría. Habría que remontarse al año 1866 y forzar a Trevor a revelar su secreto, su última conversación con el “muerto del tronco negro” que es como se le acabó llamando cuando ya la leyenda y las habladurías pesaron más que la realidad. Y me temo que, si en aquella época no pudieron persuadirle para hacerle soltar lo que sabía, nosotros tampoco podríamos. Por un tiempo Trevor regaló los oídos de los habitantes de Jefferson City con la primera parte de la revelación de Roy, justo la que ustedes conocen ahora y que ha sido transmitida de generación en generación. Muchos dudaron entonces de la inocencia del señor Jones, incluso algunos se atrevieron a sugerir su condición asesina, pero guardaba un as en la manga para defender su inocencia. Como ellos, ustedes han podido comprobar que lo que la fotografía muestra con asombrosa nitidez no es de este mundo, y desde luego no se puede atribuir en modo alguno a un acto de vileza humana. Ningún físico, químico, analista fotográfico, parapsicólogo o médium ha podido dar con la respuesta. Este es el secreto que a buen recaudo conservamos en la ciudad de Jefferson, pero ustedes pueden hacerse con una copia de la fotografía, firmada por uno de los descendientes de Trevor Jones, si siguen el pasillo y se acercan a la tienda de souvenirs. Que tengan ustedes un buen día.

0 réplicas viernes, 14 de marzo de 2008


Veamos: primero viene la desesperación, tras ésta los intentos –inútiles, se sabe de antemano pero se intenta- de reconciliación, los lloros y súplicas varias. Pasada esta fase vendría el cinismo y el abandono del aseo personal, que retomamos cuando empezamos a salir por la noche más de lo acostumbrado y perdemos la cuenta de las habitaciones visitadas furtivamente, sometidos a un nihilismo que nos asusta el día en que nos vemos, a las cinco de la madrugada, llorando como bebés en un banco de un parque infantil que no sabríamos situar en el mapa.

Curioso es que haya recordado este periplo, tan común en todos los desamores que ha habido y habrá, aquí a los pies de un volcán inactivo, al comprobar que la mariquita que acabo de pisar ha podido incorporarse para echar a correr, como si nada.

Por el tiempo en el que solía ir al Fantástico con Kike estaba en la fase post-nihilismo, supongo, y sin un nombre concreto para bautizar la siguiente fase. Aún quedaban trazas de angustia existencial, pero ya no pesaba tanto el afeitarse y coger el tren hacia Barcelona, a eso de las diez de la noche.

El Fantástico era un bar del Barrio Gótico barcelonés como cualquier otro. Litros y litros de alcohol, pelos enmarañados, pantalones de pitillo, música poppie y risas inquietas. No hacía mucho que lo frecuentábamos, pero ya se nos consideraba parroquia habitual. Nos sentábamos en el primer tramo de barra, el más corto y apartado de la sala de baile e intentábamos hablar durante aproximadamente dos horas, entre luces de neón y fluorescentes que generaban efectos estroboscópicos, tras las cuales el cuerpo nos pedía acción y un cambio de escenario. Quizás lo más interesante de aquellas noches eran precisamente esos momentos de larga conversación y creo guardarlos con más cariño que los inmediatamente posteriores buscando afectos en personas variopintas.

Podría decirse que había dos tipos de noche: unas en las que el tema predilecto eran las mujeres, en las que hacíamos un repaso por nuestras experiencias pasadas –para restarles importancia o ningunearlas, a sabiendas que representaban lo que ahora éramos y hacíamos- y las que estaban por llegar –admitiendo que únicamente eran futuribles o deseos pero envolviéndolas de un halo de importancia y grandes dosis de exageración-.

El otro tipo de conversación era un cajón de sastre donde cabía todo, desde las ansias de promoción laboral de Kike hasta las teorías más descabelladas acerca de la existencia de mundos paralelos en los que nuestros yos duplicados corrían inversa suerte a la nuestra.

En cualquier caso, el primer tipo de conversación se daba con bastante más frecuencia, y era en la que estábamos enfrascados el día de la superación de la fase post-nihilista.

-Realmente, no es por nada, no se si te conviene esa chica…

-¿Por?

-A ver, parece interesante, así creativa, pero hay algo que no me convence. Era muy joven, ¿no?

-Eeee, creo que 24 años. Tampoco es para tanto Kike, que he estao con alguna de 19…

-Ya, ya, no sé, tú sabrás.

-No se si decirle que estamos por el Gótico. Me ha estado llamando toda la semana y no se lo he cogido. Empezamos igual que con la otra, a ver si me va a salir el tiro por la culata…Bueno, venga, acábate la birra y nos vamos.

El caso es que esa chica creativa, y yo no contaba con eso, deambulaba esa misma noche por las calles de Barcelona, con los mismos argumentos que la primera noche en la que me cautivó. Fue en el Apollo y yo llevaba una soberana cogorza, pero tuve la suficiente retentiva como para fijar su cara, sus respuestas ocurrentes y esa forma tan suya de moverse y bailar, entre suave y robótica, en todo caso original, como la de un gato viejo que arrastra los pies pero si quiere algo de ti retoma su vigor y se contonea como en sus años mozos, y no sabes si te está tomando el pelo y no está tan cascado como podría parecer.

En última instancia, también tuve la precaución de retener su número de teléfono en mi agenda, llena por entonces de direcciones y nombres de mujer, algunas de las cuales, por no decir todas, no he visto más de una vez, y he de decir que en condiciones lamentables. El último número, el de la chica del Apollo, no lo había marcado nunca, pero por alguna razón o por varias a la vez, me llamaba más la atención, y eso fue lo último que le comenté a Kike al salir por la puerta del bar.

De camino hacia el Moog nos cruzamos con un vendedor de kebab. A esas alturas de la noche me paraba a hablar con todo el mundo, y recuerdo que el tipo me dijo que se llamaba Abdel Gazar, y aunque no estoy orgulloso de ello, solté una carcajada porque aquel hombre tenía una panza descomunal. Intenté explicarle por qué me reía pero creo que no entendió ni una palabra.

Otros personajes se toparon con nosotros antes de llegar a la calle angosta que llevaba a la discoteca, pero ninguno de ellos conseguía quitarme de encima la imagen de aquella chica. No es que por entonces confiase mucho en mí ni en mis posibilidades de comenzar una relación, pero aquellos momentos fugaces que pasamos juntos en el Apollo, haciéndonos bromas tontas y mirándonos lascivamente se repitieron en mis ensoñaciones durante la semana, de la misma forma en que un guijarro rebota contra la superficie de un río si lo lanzas con ganas, pero con una diferencia sustancial: al contrario que la fuerza de los botes de la piedra, los recuerdos se iban acrecentando a medida que pasaba la semana, cobrando un realismo del que deberían carecer por simple lógica. Y si aún no me explico cómo eso pudo suceder, más inquietante fue encontrarme a Jonna a la puerta del Moog, con el móvil en la oreja esperando una respuesta, al tiempo que el mío sonaba. Me estaba llamando por enésima vez, y esta vez sí acudí, y antes de lo esperado.

La primera reacción no fue muy halagüeña. Su cara mostraba un cierto disgusto. Tras un reproche sutil en su mirada que también podía interpretarse como un saludo cordial si no te fijabas demasiado, nos metimos en la discoteca. La regañina inicial se convirtió súbitamente en complicidad y sin dudarlo un segundo me cogió de la mano y me llevó a la barra para invitarme a una copa, circunstancia que aproveche para disculparme.

-Sabes, ¡me dejé el móvil en casa de un amigo! He visto las perdidas esta noche y ahora te iba a llamar y…

Me escuchaba a mí mismo y daba pena. Los dos sabíamos que no era verdad, pero disimulamos. Era pronto para recriminaciones y tarde para quedar bien. Su sonrisilla y su mirada franca me mostraron que, por esta vez, estaba perdonado. Bailamos toda la noche y perdimos de vista a nuestros amigos. Hablamos poco, lo suficiente. Lo que sí hicimos fue besarnos y tocarnos, en medio de la pista, contra la pared, en los lavabos, contra los altavoces, en la cabina del DJ, recogiendo los abrigos del guardarropía y de camino hacia su casa.

Estaba eufórico, no sólo porque se me caía la baba con aquella chica juguetona de ojos verdes que había aprendido castellano en tres años y casi lo hablaba mejor que yo, sino que también, hay que admitirlo, por los dos whiskys y los cuatro chupitos que me había metido entre pecho y espalda. Aquella mezcla hizo que la noche en su casa fuera tórrida, pero extraña. Allí, en su cama de piso de estudiante, seguimos sin pronunciar demasiadas palabras, no fuéramos a interrumpir lo que realmente habíamos venido a hacer.

Aquello podría haberse quedado en eso, una noche más, con una chica que se convertiría en un número de teléfono olvidado en dos o tres semanas, si hubiéramos optado por recluirnos de nuevo en nuestras rutinas demoledoras, de frenesí y paso de página continuo, pero no. Unos zumos de naranja natural cargados de azúcar moreno que preparé por la mañana nos ayudaron a bajarle los humos a la resaca y empezar a hablar sin necesidad de acariciarnos, lo cual era más comprometedor sin la ayuda de la insensatez y despreocupación en la que te sume el alcohol barato. Con los pies en la tierra aparecieron de nuevo las preocupaciones, en especial cuando estaba en la ducha, con la puerta del lavabo entornada, sabiendo que sus ojos me estudiaban desde el comedor. ¿Y si aquello realmente no me convenía y tenía que hacerle caso a Kike? ¿Si tenía miedo incluso de salir de ese lavabo y hablar con ella no debería entonces marcharme sin más y no sufrir? ¿Y si esto? ¿Y si lo otro?

Ese día comprobé que tengo menos pavor a las relaciones de lo que creía. Conseguí salir de la ducha, secarme en su habitación y colocarme una camiseta de su ex, de viaje por China por un tiempo indeterminado. No encontré pantalones, ni los míos ni los del ex, así que salí al comedor con una toalla enrollada por la cintura y me senté a su lado, sintiéndome como los boxeadores antes del primer asalto: nervioso pero con ganas de machacar al contrario. ¿Por qué me presionaré tanto? Las cosas salieron solas y no tuve que noquearla con palabrería. Más bien el golpe me lo dio ella a mí. De fondo, Janis Joplin; sobre la mesa de cristal, una baraja de tarot desplegada; a nuestra derecha y apoyada contra el reposabrazos del sofá, una guitarra española con la caja de resonancia tallada formando un mosaico de cuadrados a modo de tablero de ajedrez, y a la izquierda, entre la lámpara de pie y el otro reposabrazos, un carpetón enorme con sus dibujos. Ella disponía, ella proponía. Empezamos, siguiendo el sentido de las agujas del reloj, por el carpetón. Saco todos sus dibujos y los distribuyó en semicírculo sobre la mesa, encima de las cartas de tarot, y en sentido antihorario -como puede comprobarse, Jonna es una chica de rituales- analizó el porqué eligió unos colores y no otros y la razón por la cual había empleado óleos con mucha esencia de trementina. Luego los retiró todos y me echó las cartas, y se las echó también a ella misma. Las predicciones eran, en algunos casos, bastante lúgubres, y en otras circunstancias me hubieran asustado, pero en ese momento me parecieron presagios felices. Mientras recogía la baraja de cartas metiéndola en una funda bordada, me comentó que el primer día, el del Apollo, se acercó a mí porque me parecía a un gitano español, poseedor de un tiovivo ambulante, que aparecía en sus sueños desde los nueve años. Era curioso, porque en Finlandia nunca había tenido la oportunidad de conocer a ninguno, a lo sumo era consciente de que la palabra “gitano” existía como entrada de la enciclopedia, acompañada de un dibujo ilustrativo. Ya estaba un poco inquieto por lo del tarot, pero la historia del gitano me descolocó aún más porque cuando tenía nueve años mi principal hobby era incordiar a mi madre, día sí, día también, para que me llevase al parque del Tibidabo a montarme en el tiovivo. No tuve tiempo de analizar más aquella coincidencia -por aquella noche, luego le di mil vueltas y fue el germen del relato que le escribí por su cumpleaños- porque por último, cogió la guitarra, rascó un poquito las cuerdas con manos torpes y me dijo que aunque ella no tenía ni idea de tocar, la tenía para sus amigos.

-Déjamela a mí, yo sí se tocar un poquito. Me se una de Janis Joplin, por cierto.

Era mi turno, me habían acorralado contra las cuerdas y me dejaban un espacio por donde podía sacar un gancho. No sabía un poquito, no, había estudiado guitarra en el Liceo durante seis años, pero decírselo me pareció demasiado fanfarroneo. Toqué la canción, concentrado en recordar los acordes, y tanta concentración no me dejó ver que Jonna se estaba recostando en mi hombro y sorbiéndose los mocos. Paré la canción y vi que lloraba, de emoción dijo.

Nunca me lo he pasado tan bien, ni siquiera cuando era pequeño y me perdía en el bosque con mi grupo excursionista, cantando canciones alrededor de una hoguera y abriendo las tiendas de campaña de las niñas cuando dormían. De veras, no es comparable. Aquel despliegue de destrezas no hubiera echo falta para caer igualmente rendido.

Salí de aquella casa ya por la noche, tras pasar todo el día escuchando música y viendo pelis de Marilyn Monroe, entre otras cosas. Ninguno de los dos nos atrevimos a citarnos en otra ocasión, pero ya en el metro supe que volvería a echarme las cartas de tarot y a enseñarme sus nuevos dibujos, y yo, su gitano, intentaría robarle de nuevo unas lagrimillas.

Ha pasado ya un año y medio de aquel día. Guardamos en una cajita de madera el relato que le escribí para su cumpleaños. “El tiovivo”, se titula.

Este fin de semana nos hemos ido de senderismo a los volcanes de la Garrotxa. El de Santa Margarita esconde una pequeña ermita en su cráter. Precioso.

Por cierto, no sabía de la querencia de las mariquitas por habitar las zonas volcánicas. Curiosísimo.

-Jonna, peque, ¡cuidao no pises las mariquitas!

-Pero si no hay mariqui... ¡uy, que he pisado una!

-Cariño…


AuToRRR

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