Autor: Adrian Bravo (Ilustración: Jonna Vainionpää)

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cinefilia y relatos

viernes, 14 de marzo de 2008


Veamos: primero viene la desesperación, tras ésta los intentos –inútiles, se sabe de antemano pero se intenta- de reconciliación, los lloros y súplicas varias. Pasada esta fase vendría el cinismo y el abandono del aseo personal, que retomamos cuando empezamos a salir por la noche más de lo acostumbrado y perdemos la cuenta de las habitaciones visitadas furtivamente, sometidos a un nihilismo que nos asusta el día en que nos vemos, a las cinco de la madrugada, llorando como bebés en un banco de un parque infantil que no sabríamos situar en el mapa.

Curioso es que haya recordado este periplo, tan común en todos los desamores que ha habido y habrá, aquí a los pies de un volcán inactivo, al comprobar que la mariquita que acabo de pisar ha podido incorporarse para echar a correr, como si nada.

Por el tiempo en el que solía ir al Fantástico con Kike estaba en la fase post-nihilismo, supongo, y sin un nombre concreto para bautizar la siguiente fase. Aún quedaban trazas de angustia existencial, pero ya no pesaba tanto el afeitarse y coger el tren hacia Barcelona, a eso de las diez de la noche.

El Fantástico era un bar del Barrio Gótico barcelonés como cualquier otro. Litros y litros de alcohol, pelos enmarañados, pantalones de pitillo, música poppie y risas inquietas. No hacía mucho que lo frecuentábamos, pero ya se nos consideraba parroquia habitual. Nos sentábamos en el primer tramo de barra, el más corto y apartado de la sala de baile e intentábamos hablar durante aproximadamente dos horas, entre luces de neón y fluorescentes que generaban efectos estroboscópicos, tras las cuales el cuerpo nos pedía acción y un cambio de escenario. Quizás lo más interesante de aquellas noches eran precisamente esos momentos de larga conversación y creo guardarlos con más cariño que los inmediatamente posteriores buscando afectos en personas variopintas.

Podría decirse que había dos tipos de noche: unas en las que el tema predilecto eran las mujeres, en las que hacíamos un repaso por nuestras experiencias pasadas –para restarles importancia o ningunearlas, a sabiendas que representaban lo que ahora éramos y hacíamos- y las que estaban por llegar –admitiendo que únicamente eran futuribles o deseos pero envolviéndolas de un halo de importancia y grandes dosis de exageración-.

El otro tipo de conversación era un cajón de sastre donde cabía todo, desde las ansias de promoción laboral de Kike hasta las teorías más descabelladas acerca de la existencia de mundos paralelos en los que nuestros yos duplicados corrían inversa suerte a la nuestra.

En cualquier caso, el primer tipo de conversación se daba con bastante más frecuencia, y era en la que estábamos enfrascados el día de la superación de la fase post-nihilista.

-Realmente, no es por nada, no se si te conviene esa chica…

-¿Por?

-A ver, parece interesante, así creativa, pero hay algo que no me convence. Era muy joven, ¿no?

-Eeee, creo que 24 años. Tampoco es para tanto Kike, que he estao con alguna de 19…

-Ya, ya, no sé, tú sabrás.

-No se si decirle que estamos por el Gótico. Me ha estado llamando toda la semana y no se lo he cogido. Empezamos igual que con la otra, a ver si me va a salir el tiro por la culata…Bueno, venga, acábate la birra y nos vamos.

El caso es que esa chica creativa, y yo no contaba con eso, deambulaba esa misma noche por las calles de Barcelona, con los mismos argumentos que la primera noche en la que me cautivó. Fue en el Apollo y yo llevaba una soberana cogorza, pero tuve la suficiente retentiva como para fijar su cara, sus respuestas ocurrentes y esa forma tan suya de moverse y bailar, entre suave y robótica, en todo caso original, como la de un gato viejo que arrastra los pies pero si quiere algo de ti retoma su vigor y se contonea como en sus años mozos, y no sabes si te está tomando el pelo y no está tan cascado como podría parecer.

En última instancia, también tuve la precaución de retener su número de teléfono en mi agenda, llena por entonces de direcciones y nombres de mujer, algunas de las cuales, por no decir todas, no he visto más de una vez, y he de decir que en condiciones lamentables. El último número, el de la chica del Apollo, no lo había marcado nunca, pero por alguna razón o por varias a la vez, me llamaba más la atención, y eso fue lo último que le comenté a Kike al salir por la puerta del bar.

De camino hacia el Moog nos cruzamos con un vendedor de kebab. A esas alturas de la noche me paraba a hablar con todo el mundo, y recuerdo que el tipo me dijo que se llamaba Abdel Gazar, y aunque no estoy orgulloso de ello, solté una carcajada porque aquel hombre tenía una panza descomunal. Intenté explicarle por qué me reía pero creo que no entendió ni una palabra.

Otros personajes se toparon con nosotros antes de llegar a la calle angosta que llevaba a la discoteca, pero ninguno de ellos conseguía quitarme de encima la imagen de aquella chica. No es que por entonces confiase mucho en mí ni en mis posibilidades de comenzar una relación, pero aquellos momentos fugaces que pasamos juntos en el Apollo, haciéndonos bromas tontas y mirándonos lascivamente se repitieron en mis ensoñaciones durante la semana, de la misma forma en que un guijarro rebota contra la superficie de un río si lo lanzas con ganas, pero con una diferencia sustancial: al contrario que la fuerza de los botes de la piedra, los recuerdos se iban acrecentando a medida que pasaba la semana, cobrando un realismo del que deberían carecer por simple lógica. Y si aún no me explico cómo eso pudo suceder, más inquietante fue encontrarme a Jonna a la puerta del Moog, con el móvil en la oreja esperando una respuesta, al tiempo que el mío sonaba. Me estaba llamando por enésima vez, y esta vez sí acudí, y antes de lo esperado.

La primera reacción no fue muy halagüeña. Su cara mostraba un cierto disgusto. Tras un reproche sutil en su mirada que también podía interpretarse como un saludo cordial si no te fijabas demasiado, nos metimos en la discoteca. La regañina inicial se convirtió súbitamente en complicidad y sin dudarlo un segundo me cogió de la mano y me llevó a la barra para invitarme a una copa, circunstancia que aproveche para disculparme.

-Sabes, ¡me dejé el móvil en casa de un amigo! He visto las perdidas esta noche y ahora te iba a llamar y…

Me escuchaba a mí mismo y daba pena. Los dos sabíamos que no era verdad, pero disimulamos. Era pronto para recriminaciones y tarde para quedar bien. Su sonrisilla y su mirada franca me mostraron que, por esta vez, estaba perdonado. Bailamos toda la noche y perdimos de vista a nuestros amigos. Hablamos poco, lo suficiente. Lo que sí hicimos fue besarnos y tocarnos, en medio de la pista, contra la pared, en los lavabos, contra los altavoces, en la cabina del DJ, recogiendo los abrigos del guardarropía y de camino hacia su casa.

Estaba eufórico, no sólo porque se me caía la baba con aquella chica juguetona de ojos verdes que había aprendido castellano en tres años y casi lo hablaba mejor que yo, sino que también, hay que admitirlo, por los dos whiskys y los cuatro chupitos que me había metido entre pecho y espalda. Aquella mezcla hizo que la noche en su casa fuera tórrida, pero extraña. Allí, en su cama de piso de estudiante, seguimos sin pronunciar demasiadas palabras, no fuéramos a interrumpir lo que realmente habíamos venido a hacer.

Aquello podría haberse quedado en eso, una noche más, con una chica que se convertiría en un número de teléfono olvidado en dos o tres semanas, si hubiéramos optado por recluirnos de nuevo en nuestras rutinas demoledoras, de frenesí y paso de página continuo, pero no. Unos zumos de naranja natural cargados de azúcar moreno que preparé por la mañana nos ayudaron a bajarle los humos a la resaca y empezar a hablar sin necesidad de acariciarnos, lo cual era más comprometedor sin la ayuda de la insensatez y despreocupación en la que te sume el alcohol barato. Con los pies en la tierra aparecieron de nuevo las preocupaciones, en especial cuando estaba en la ducha, con la puerta del lavabo entornada, sabiendo que sus ojos me estudiaban desde el comedor. ¿Y si aquello realmente no me convenía y tenía que hacerle caso a Kike? ¿Si tenía miedo incluso de salir de ese lavabo y hablar con ella no debería entonces marcharme sin más y no sufrir? ¿Y si esto? ¿Y si lo otro?

Ese día comprobé que tengo menos pavor a las relaciones de lo que creía. Conseguí salir de la ducha, secarme en su habitación y colocarme una camiseta de su ex, de viaje por China por un tiempo indeterminado. No encontré pantalones, ni los míos ni los del ex, así que salí al comedor con una toalla enrollada por la cintura y me senté a su lado, sintiéndome como los boxeadores antes del primer asalto: nervioso pero con ganas de machacar al contrario. ¿Por qué me presionaré tanto? Las cosas salieron solas y no tuve que noquearla con palabrería. Más bien el golpe me lo dio ella a mí. De fondo, Janis Joplin; sobre la mesa de cristal, una baraja de tarot desplegada; a nuestra derecha y apoyada contra el reposabrazos del sofá, una guitarra española con la caja de resonancia tallada formando un mosaico de cuadrados a modo de tablero de ajedrez, y a la izquierda, entre la lámpara de pie y el otro reposabrazos, un carpetón enorme con sus dibujos. Ella disponía, ella proponía. Empezamos, siguiendo el sentido de las agujas del reloj, por el carpetón. Saco todos sus dibujos y los distribuyó en semicírculo sobre la mesa, encima de las cartas de tarot, y en sentido antihorario -como puede comprobarse, Jonna es una chica de rituales- analizó el porqué eligió unos colores y no otros y la razón por la cual había empleado óleos con mucha esencia de trementina. Luego los retiró todos y me echó las cartas, y se las echó también a ella misma. Las predicciones eran, en algunos casos, bastante lúgubres, y en otras circunstancias me hubieran asustado, pero en ese momento me parecieron presagios felices. Mientras recogía la baraja de cartas metiéndola en una funda bordada, me comentó que el primer día, el del Apollo, se acercó a mí porque me parecía a un gitano español, poseedor de un tiovivo ambulante, que aparecía en sus sueños desde los nueve años. Era curioso, porque en Finlandia nunca había tenido la oportunidad de conocer a ninguno, a lo sumo era consciente de que la palabra “gitano” existía como entrada de la enciclopedia, acompañada de un dibujo ilustrativo. Ya estaba un poco inquieto por lo del tarot, pero la historia del gitano me descolocó aún más porque cuando tenía nueve años mi principal hobby era incordiar a mi madre, día sí, día también, para que me llevase al parque del Tibidabo a montarme en el tiovivo. No tuve tiempo de analizar más aquella coincidencia -por aquella noche, luego le di mil vueltas y fue el germen del relato que le escribí por su cumpleaños- porque por último, cogió la guitarra, rascó un poquito las cuerdas con manos torpes y me dijo que aunque ella no tenía ni idea de tocar, la tenía para sus amigos.

-Déjamela a mí, yo sí se tocar un poquito. Me se una de Janis Joplin, por cierto.

Era mi turno, me habían acorralado contra las cuerdas y me dejaban un espacio por donde podía sacar un gancho. No sabía un poquito, no, había estudiado guitarra en el Liceo durante seis años, pero decírselo me pareció demasiado fanfarroneo. Toqué la canción, concentrado en recordar los acordes, y tanta concentración no me dejó ver que Jonna se estaba recostando en mi hombro y sorbiéndose los mocos. Paré la canción y vi que lloraba, de emoción dijo.

Nunca me lo he pasado tan bien, ni siquiera cuando era pequeño y me perdía en el bosque con mi grupo excursionista, cantando canciones alrededor de una hoguera y abriendo las tiendas de campaña de las niñas cuando dormían. De veras, no es comparable. Aquel despliegue de destrezas no hubiera echo falta para caer igualmente rendido.

Salí de aquella casa ya por la noche, tras pasar todo el día escuchando música y viendo pelis de Marilyn Monroe, entre otras cosas. Ninguno de los dos nos atrevimos a citarnos en otra ocasión, pero ya en el metro supe que volvería a echarme las cartas de tarot y a enseñarme sus nuevos dibujos, y yo, su gitano, intentaría robarle de nuevo unas lagrimillas.

Ha pasado ya un año y medio de aquel día. Guardamos en una cajita de madera el relato que le escribí para su cumpleaños. “El tiovivo”, se titula.

Este fin de semana nos hemos ido de senderismo a los volcanes de la Garrotxa. El de Santa Margarita esconde una pequeña ermita en su cráter. Precioso.

Por cierto, no sabía de la querencia de las mariquitas por habitar las zonas volcánicas. Curiosísimo.

-Jonna, peque, ¡cuidao no pises las mariquitas!

-Pero si no hay mariqui... ¡uy, que he pisado una!

-Cariño…

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